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OpiniónEl Economista

El acto era para detallar el Plan México, pero no sólo. La presidenta Sheinbaum admitió que se trataba, también, de presentar la respuesta mexicana a la nueva política arancelaria de Estados Unidos. Una vez más, México —junto con Canadá— salió relativamente bien librado del embate, y no fue necesario anunciar ningún tipo de represalia. Lo que quedó claro, sin embargo, es que con Donald Trump nunca se sabe.

Por supuesto, esto no es ninguna novedad. Pero desde mi punto de vista, confirma que ni la interlocución constante con altos funcionarios estadounidenses, ni el buen tono diplomático, ni la vecindad geográfica bastan para garantizar ese trato especial que busca la administración.

Si acaso, el trato preferencial logrado hasta ahora no obedece a una maniobra diplomática magistral, sino a dos razones mucho más evidentes: primero, la innegable realidad de la integración económica regional; segundo, que México ha cedido sistemáticamente ante todas las exigencias estadounidenses. No podría ser de otra manera. Claro que esto no le resta mérito al enfoque de “cabeza fría” de la presidenta. Sin duda, en momentos de crisis, es preferible la calma a los arrebatos erráticos de su antecesor.

Qué difícil lidiar con la volatilidad de un personaje que, de un plumazo, puede decretar el inicio del fin del sistema de comercio internacional que durante las últimas ocho décadas ha sostenido el orden global. Más desconcertante aún que sea precisamente Estados Unidos —el país que más ha defendido e impulsado este sistema— quien ahora decida cerrarse al mundo.

Las tarifas recíprocas resultaron más severas de lo anticipado. El despliegue fue caótico y, al menos por ahora, la Casa Blanca no parece dispuesta a negociar con todo el mundo. El aumento total en los aranceles es considerable y deja ver con claridad la intención de la administración de modificar el origen de su recaudación fiscal.

Al tiempo… porque la pregunta hoy es cuánto durarán estas medidas. Los mercados ya reaccionaron con un jueves negro, en el que las bolsas estadounidenses registraron su mayor caída diaria desde 2020. Y no es para menos: los aranceles impuestos a países aliados de Estados Unidos, como Japón, son particularmente altos; lo mismo ocurre con buena parte de Asia —Corea del Sur, Camboya, Vietnam— además de China, naturalmente.

A propósito de China, habrá que comenzar a pensar en escenarios alternativos si, eventualmente, la emergencia del fentanilo y la carta migratoria dejan de ser suficientes para sostener la dinámica bilateral. Uno de esos escenarios, al menos desde mi lectura, podría ser la presión creciente para que México imponga aranceles adicionales a productos chinos.

Y luego viene lo inevitable: la renegociación del T-MEC —ya no tiene sentido llamarla revisión—. Trump ha sido transparente: entre otras cosas, busca reescribir el capítulo automotriz, uno de los sectores más emblemáticos de la integración regional, y también uno de los más delicados. A eso se suma el tema aún pendiente del acero y el aluminio. Hace ocho años, México logró revertirlas mediante represalias comerciales. Hoy no hay certeza de que eso pueda repetirse.

Y finalmente, al tiempo, porque aunque el Plan México es ambicioso y prometedor, habrá que observar de cerca su ritmo y sus realidades de implementación. Sólo como apunte inicial: una política industrial que busque fortalecer el mercado interno y reactivar la producción nacional requiere de recursos básicos como agua y energía. Ninguna de las dos puede darse por sentado en el país.

Así que, al tiempo… porque lo que está en juego no es solo la dinámica comercial, sino el lugar que México quiere —y puede— ocupar en un mundo que, una vez más, se reconfigura de manera impredecible.

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