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Desde la cúpula
No se vayan con la finta; no hay nada que celebrar. El crecimiento trimestral del 12% que registró el Producto interno bruto durante el tercer trimestre viene después de una caída del 18.7% en el trimestre anterior. El rebote es resultado natural al reabrirse parcialmente la actividad económica que estuvo cerrada durante el confinamiento casi generalizado de la población durante ese segundo trimestre; es lo mismo que sucedió en prácticamente todo el mundo. Con todo y este rebote, la contracción en los primeros nueve meses del año fue de 9.8% y el nivel del Producto interno bruto es similar al registrado en el tercer trimestre del 2014 y se estima que para todo el año la contracción será de alrededor del 9% (y eso suponiendo que ante una aceleración de los contagios no haya que volver a un nuevo confinamiento durante el último bimestre, como ya se ha empezado a dar en varios países europeos).
Además, no hay que olvidar que la economía, a tasa anual, se ha contraído durante seis trimestres consecutivos, por lo que el Producto interno bruto por habitante habrá caído en los dos años que van de este gobierno en 12 por ciento. De lo que no hay duda es que, independientemente de la pandemia, el gobierno con sus decisiones y acciones ha ido minando el potencial de crecimiento de la economía.
La historia es conocida, desde la arbitraria (y muy costosa) cancelación del aeropuerto en Texcoco, pasando por la también arbitraria cancelación de la cervecería en Mexicali, la muy costosa e inepta renegociación de los gasoductos, la captura de algunos órganos autónomos, hasta los cambios también arbitrarios e ilegales en la regulación del sector energético han introducido un alto grado de incertidumbre jurídica en el país. Simplemente no hay certeza de que el gobierno esté dispuesto a jugar con las reglas establecidas y que, caprichosamente, no las vaya a cambiar sin atender los efectos perniciosos que ello puede tener sobre la eficiencia en la asignación de recursos y la certeza necesaria (y exigida) por los inversionistas privados, tanto nacionales como extranjeros.
La búsqueda de la concentración del poder, el objetivo de volver a una “presidencia imperial” sin contrapesos efectivos es lo que enmarca gran parte de las decisiones tomadas y es contraria a un objetivo de lograr un proceso de desarrollo económico alto y sostenido. Cuando desde la cúpula del poder político se decide quién gana y quién pierde, se rompe el piso parejo de igualdad ante la ley y las reglas; se violenta el estado de derecho y se introduce un elemento que atenta en contra de la libertad para elegir.
Cuando el que tiene el poder político decide quiénes son los ganadores y los perdedores el mérito ya no importa y lo que adquiere relevancia es la cercanía con el poder. Esto destruye la competencia en los mercados y se fomenta, por el contrario, un sistema de capitalismo de compadrazgo caracterizado por ser un sistema oligopólico, uno en donde los favorecidos se apropian de rentas a costa del bienestar de la población, un sistema corrupto de intercambio de favores: apoyo político a cambio de prebendas y rentas. Cuando el mérito pierde relevancia, sea que estemos hablando de empresas, de trabajadores, de investigadores, estudiantes, cineastas, etcétera, se destruye el incentivo para la mejora individual y se destruye, por lo mismo, la condición mínima necesaria para el progreso individual y de la sociedad en su conjunto, se destruyen las bases para el desarrollo económico sostenido.
Los resultados en el crecimiento económico hasta ahora experimentados, por lo mismo, no sorprenden. El “dictador benevolente” que induce una asignación socialmente eficiente de recursos no existe.