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Opinión

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El engañoso encanto de la austeridad

Tras la crisis financiera del 2008, en un contexto de desempleo elevado y tipos de interés bajos, el costo de financiar gasto público con deuda en EU era mínimo en comparación con los beneficios. En una política nacional sensata, el gobierno federal haría todo lo necesario para generar la demanda necesaria para que a los empleadores les convenga recontratar población en edad de trabajar

BERKELEY – Hace diez años y diez meses, el presidente de Estados Unidos Barack Obama anunció, en su Discurso sobre el Estado de la Unión de 2010, que había llegado el momento de la austeridad. Según explicó: “Familias de todo el país se ajustan el cinturón y toman decisiones difíciles. El gobierno federal tiene que hacer lo mismo”.

Tras anunciar la intención de congelar el gasto público por tres años, Obama sostuvo: “Como cualquier familia con escasez de efectivo, vamos a limitar el gasto de modo de invertir en lo necesario y sacrificar lo innecesario”. Tan grande era la aparente necesidad de austeridad que incluso se comprometió a “imponer esta disciplina [fiscal] mediante el veto”, por si los congresistas demócratas tenían otras ideas.

Inmediatamente después de estas apreciaciones (que parecían contrarias al sentido común económico) algunos en el gobierno de Obama trataron de convencerme de que las declaraciones del presidente eran puro teatro. Se daba por sentado que el gobierno, claro está, seguiría usando la política fiscal para reducir el desempleo por medio de rebajas impositivas y gasto en partidas que no quedarían congeladas: “seguridad nacional, Medicare, Medicaid y seguridad social”.

Pero el teatro político puede incidir profundamente en la discusión de políticas, al determinar qué argumentos tendrán capacidad de generar consenso en la esfera pública. Tras la crisis financiera del 2008, varios autores sostuvimos que en un contexto de desempleo que se mantenía elevado y tipos de interés extremadamente bajos, el costo de seguir financiando gasto público con deuda sería insignificante en comparación con los beneficios. Pero la retórica de Barack Obama dio a la austeridad el atractivo bipartidista que necesitaba para imponerse.

Poco importó que la tasa de empleo de la población en edad de trabajar se hallara todavía en un triste 75.1%, tras caer desde el 80% de principios del 2007 (y casi 82% a mitad del año 2000). Y con la austeridad, cuando el presidente Obama pronunció su segundo discurso inaugural, en enero del 2013, la tasa de empleo todavía estaba en 75.6%. Casi tres años después, se mantenía en 77.4% (es decir, se había recuperado menos de la mitad de lo perdido desde el 2007 y apenas un tercio de lo perdido desde el año 2000). Aun así, la entonces presidenta de la Reserva Federal, Janet Yellen, anunció en diciembre del 2015 que si no se subían los tipos de interés, la economía no tardaría en “sobrecalentarse”.

El resultado fue que la Reserva Federal empezó a subir su tasa de referencia, por primera vez en un decenio. La tasa de empleo estadounidense no volvió al nivel de 2007 hasta agosto de 2019, e incluso entonces, la renta nacional todavía estaba un 8.3% por debajo de la tendencia de crecimiento del período 2000‑2007; es decir, no se había recuperado nada de la pérdida de ingreso real y producción registrada desde el discurso que dio Obama en enero de 2010.

En el 2012, Lawrence H. Summers (director del Consejo Económico Nacional de la presidencia de Obama hasta enero de 2011) y yo advertimos que sin nuevos paquetes de estímulo fiscal a gran escala, la tasa de empleo, la productividad y el ingreso real jamás volverían a las tendencias de antes del 2007. En los últimos dos indicadores acertamos; la tasa de empleo terminó recuperándose, pero sólo después de doce años (el triple de tiempo que en otros ciclos económicos de la posguerra).

Summers y yo lo veíamos como una mera cuestión de aritmética. Según señalamos, los tipos de interés de la deuda pública estadounidense mostraban la voluntad de ahorristas de todo el mundo de pagarle al gobierno de Estados Unidos a cambio de proteger su patrimonio. Estados Unidos no sólo podía endeudarse gratis, sino que ni siquiera tenía necesidad de desviar recursos para cumplir los pagos de intereses y capital.

En esas condiciones, financiar más estímulo con deuda hubiera sido muy beneficioso. Un día, tal vez, los ahorradores ya no quisieran poseer deuda pública estadounidense y tuviera sentido reducir el endeudamiento; pero en el 2012 todavía no era ese día.

No hace falta decir que nuestros argumentos casi no tuvieron ningún efecto. Pero ahora me acuerdo de esta historia de tiempos idos porque parece cada vez más evidente que vamos camino de repetirla.

La pandemia de Covid‑19 redujo otra vez la tasa de empleo en Estados Unidos a 76%, apenas un poquito más que en el 2010. No olvidemos que en tiempos normales (antes de 2007‑08) uno de cada cinco estadounidenses en edad de trabajar ni estaba empleado ni buscaba trabajo; ahora a este grupo se le sumó un 5% más de la población. Son millones de personas que podrían estar haciendo infinidad de tareas remuneradas útiles que hoy no hay quien las haga.

En una política nacional sensata, el gobierno federal gastaría todo el dinero que haga falta para generar la demanda necesaria para que a los empleadores les convenga volver a contratar a esta veinteava parte de la población en edad de trabajar. La discusión de lo que podemos o no permitirnos dejémosla para cuando los ahorristas del mundo ya no consideren que la deuda pública de los Estados Unidos es un activo especial y particularmente valioso. Puede que ese día nunca llegue.

Como observó John Maynard Keynes durante la Segunda Guerra Mundial: “Lo que podemos hacer, podemos permitírnoslo”. Hoy las razones son todavía más evidentes. Ni siquiera tenemos que pensar cómo financiar la respuesta a esta crisis: esa parte de la ecuación ya se resolvió sola.

El autor

J. Bradford DeLong es profesor de economía en la Universidad de California en Berkeley e investigador asociado en la Oficina Nacional de Investigación Económica. Fue subsecretario adjunto del Tesoro de los Estados Unidos durante la administración Clinton, donde estuvo muy involucrado en las negociaciones presupuestarias y comerciales. Su papel en el diseño del rescate de México durante la crisis del peso de 1994 lo colocó a la vanguardia de la transformación de América Latina en una región de economías abiertas y consolidó su estatura como una voz líder en los debates de política económica.

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