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Opinión

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El verdadero enemigo de la economía global es la geopolítica, no el proteccionismo

Lo que algunos denuncian como proteccionismo y mercantilismo es en realidad un reequilibrio para abordar importantes cuestiones nacionales. El mayor riesgo para la economía global no surge de esta reorientación más amplia –que debería ser bienvenida– sino de una rivalidad chino-estadounidense que amenaza con arrastrar a todos hacia abajo.

CAMBRIDGE – “La era del libre comercio parece haber terminado. ¿Cómo le irá a la economía mundial bajo el proteccionismo?”

Esta es una de las preguntas más comunes que escucho hoy en día. Pero la distinción entre libre comercio y proteccionismo (como la que existe entre mercados y Estado, o mercantilismo y liberalismo) no es especialmente útil para comprender la economía global. No sólo tergiversa la historia reciente; también malinterpreta las transiciones políticas actuales y las condiciones necesarias para una economía global saludable.

El “libre comercio” evoca una imagen de gobiernos que dan un paso atrás para permitir que los mercados determinen los resultados económicos por sí solos. Pero cualquier economía de mercado requiere reglas y regulaciones –estándares de productos; controles sobre conductas comerciales anticompetitivas; salvaguardias para el consumidor, el trabajo y el medio ambiente; funciones de prestamista de último recurso y de estabilidad financiera, que normalmente son promulgadas y aplicadas por los gobiernos.

Además, cuando las jurisdicciones nacionales están vinculadas a través del comercio y las finanzas internacionales, surgen preguntas adicionales: ¿las normas y regulaciones de qué países deberían tener prioridad cuando las empresas compiten en los mercados globales? ¿Deberían diseñarse nuevas reglas a través de tratados internacionales y organizaciones regionales o globales?

Vista desde esta perspectiva, queda claro que la hiperglobalización –que duró aproximadamente desde principios de la década de 1990 hasta el inicio de la pandemia de covid– no fue un periodo de libre comercio en el sentido tradicional. Los acuerdos comerciales firmados en los últimos 30 años no se referían tanto a la eliminación de restricciones transfronterizas al comercio y la inversión sino a normas regulatorias, normas de salud y seguridad, inversión, banca y finanzas, propiedad intelectual (PI), trabajo, medio ambiente y muchas otras cuestiones que anteriormente pertenecían al ámbito de la política interna.

Estas reglas tampoco eran neutrales. Tendían a priorizar los intereses de las grandes empresas políticamente conectadas, como los bancos internacionales, las compañías farmacéuticas y las corporaciones multinacionales, por encima de todo lo demás. Estas empresas no sólo obtuvieron un mejor acceso a los mercados a nivel mundial; también fueron los principales beneficiarios de procedimientos especiales de arbitraje internacional para revertir las regulaciones gubernamentales que reducían sus ganancias.

De manera similar, se introdujeron de contrabando normas de propiedad intelectual más estrictas, que permiten a las empresas farmacéuticas y tecnológicas abusar de sus posiciones monopólicas, bajo el pretexto de un comercio más libre. Se presionó a los gobiernos para que liberaran los flujos de capital, mientras que la mano de obra seguía atrapada detrás de las fronteras. Se descuidaron el cambio climático y la salud pública, en parte porque la agenda de la hiperglobalización los desplazó, pero también porque la creación de bienes públicos en cualquiera de los ámbitos habría socavado los intereses empresariales.

En los últimos años, hemos sido testigos de una reacción violenta contra estas políticas, así como de una amplia reconsideración de las prioridades económicas en general. Lo que algunos denuncian como proteccionismo y mercantilismo es en realidad un reequilibrio para abordar importantes cuestiones nacionales como el desplazamiento de mano de obra, las regiones rezagadas, la transición climática y la salud pública. Este proceso es necesario tanto para reparar el daño social y ambiental causado por la hiperglobalización como para establecer una forma más saludable de globalización para el futuro.

Las políticas industriales, los subsidios verdes y las disposiciones hechas en Estados Unidos del presidente estadounidense Joe Biden son los ejemplos más claros de esta reorientación. Es cierto que estas políticas son una fuente de irritación en Europa, Asia y el mundo en desarrollo, donde se las considera antitéticas a las reglas de libre comercio establecidas. Pero también son modelos para quienes –a menudo en los mismos países– buscan alternativas a la hiperglobalización y el neoliberalismo.

No tenemos que retroceder demasiado en la historia para encontrar un sistema análogo al que podría surgir de estas nuevas políticas. Durante el régimen de Bretton Woods posterior a 1945, que prevaleció en espíritu hasta principios de los años 1980, los gobiernos conservaron una autonomía significativa sobre las políticas industriales, regulatorias y financieras, y muchos priorizaron la salud de sus economías nacionales sobre la integración global. Los acuerdos comerciales eran estrechos y débiles, e imponían pocas restricciones a las economías avanzadas, pero aún menos a los países en desarrollo. El control interno sobre los flujos de capital a corto plazo fue la norma, más que la excepción.

A pesar de esta economía global más cerrada (según los estándares actuales), la era de Bretton Woods resultó propicia para un progreso económico y social significativo. Las economías avanzadas experimentaron décadas de rápido crecimiento económico y relativa igualdad socioeconómica hasta la segunda mitad de los años setenta. Entre los países de bajos ingresos, aquellos que adoptaron estrategias de desarrollo efectivas –como los Tigres de Asia Oriental– crecieron a pasos agigantados, a pesar de que sus exportaciones enfrentaron barreras mucho más altas que las de los países en desarrollo actuales. Cuando China se unió con gran éxito a la economía mundial después de la década de 1980, lo hizo en sus propios términos, manteniendo subsidios, propiedad estatal, gestión monetaria, controles de capital y otras políticas que recuerdan más a Bretton Woods que a la hiperglobalización.

El legado del régimen de Bretton Woods debería hacer reflexionar a quienes creen que permitir a los países un mayor margen de maniobra para aplicar sus propias políticas es necesariamente perjudicial para la economía global. Garantizar la propia salud económica interna es lo más importante que un país puede hacer por los demás.

Por supuesto, los precedentes históricos no garantizan que las nuevas agendas políticas den lugar a un orden económico global benigno. El régimen de Bretton Woods operó en el contexto de la Guerra Fría, cuando las relaciones económicas de Occidente con la Unión Soviética eran mínimas y el bloque soviético tenía sólo una pequeña presencia en la economía global. Como resultado, la competencia geopolítica no descarriló la expansión del comercio y la inversión a largo plazo.

La situación hoy es completamente diferente. El principal rival de Estados Unidos ahora es China, que ocupa una posición muy importante en la economía mundial. Un verdadero desacoplamiento entre Occidente y China tendría importantes repercusiones para todo el mundo, incluidas las economías avanzadas, debido a su fuerte dependencia de China para el suministro industrial. Por lo tanto, podemos encontrar muchas buenas razones para preocuparnos por la salud futura de la economía mundial.

Pero si la economía global se vuelve inhóspita, será debido a la mala gestión estadounidense y china de su competencia geopolítica, no a una supuesta traición al “libre comercio”. Los formuladores de políticas y los comentaristas deben seguir centrados en el riesgo que realmente importa.

*El autor es profesor de Economía Política Internacional en la Harvard Kennedy School, es presidente de la Asociación Económica Internacional y autor de Straight Talk on Trade: Ideas for a Sane World Economy (Princeton University Press, 2017).

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