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Greenwashing nacional
En la tercera década del siglo XXI, ¿habrá otro gobierno en el mundo que proactivamente planee no agregar ni un solo megawatt de energía renovable a su matriz de generación eléctrica en todo un sexenio? ¿Hay otro que se atreva a plantear que las adiciones estratégicas de capacidad en lo que le quede de gestión deben ser 95% fósiles? ¿Alguno que reconozca, quitado de la pena, que simplemente no va a cumplir con las metas de generación limpia para 2024?
Los números del Prodesen 2020-2034, el documento de planeación eléctrica que por ley emite la Secretaría de Energía, no sólo son indignantes. Son potencialmente ilegales. Además de reconocer que, bajo el plan ideal de la Administración, en el 2024 México generaría porcentualmente menos electricidad con energía limpia que en el 2021, plantean que al final del sexenio estaremos tres puntos porcentuales por debajo de la meta establecida por, entre otras, la Ley de la Transición Energética.
Juzgando por la redacción, los compromisos internacionales parece que aún inspiran más respeto entre las filas del gobierno. Quizás por eso el mismo Prodesen que desprecia la ley mexicana argumente que –después del 2024—la tendencia se compondría y México regresaría a una tendencia de cumplimiento en línea con los compromisos del Acuerdo de París, del que seguimos siendo sujetos voluntariamente obligados. Sin una sola evidencia de que alcanzaremos esa sustentabilidad futura, encaja perfectamente en la definición de ‘greenwashing’ de la imagen de México hacia el mundo.
Porque, de hecho, a la falta de impulso a las renovables por parte de la CFE que se revela en el Prodesen hay que sumar el frenético cabildeo de su director general, Manuel Bartlett, para impedir que se agreguen nuevos megawatts eólicos y solares. Si sale con la suya, con la iniciativa de la reforma la ley de la Industria Eléctrica, México no tendrá ni una turbina ni un panel comercial más; y muchos de los que ya funcionan quebrarían o dejarían de operar. Si no es porque los manda al final de la fila del despacho, aunque sean más baratas, es porque logrará que se imponga la cancelación de permisos y la renegociación forzada de contratos.
Ya con todo el contexto, es claro que las acciones del gobierno implican “renunciar al Acuerdo de París por la vía de los hechos”, como Ricardo Raphael explicó en su columna de Proceso esta semana. El matiz del final de la frase es importante.
Decir de frente, por la vía del derecho, que México renuncia al Acuerdo de París sería un suicidio diplomático. Implicaría seguir los pasos de Trump en tiempos de Biden, mostrando además una profunda ignorancia de nuestra posición dentro del concierto de las naciones. Si México hiciera algo así no sólo se ganaría el reproche de la comunidad internacional, como Estados Unidos bajo Trump. Nuestro país tiene menos peso diplomático y económico que nuestro vecino del norte. Desde esta posición, una conducta ‘antisocial’ se pagaría con ostracismo y aislamiento. En muchos escenarios –particularmente ahora, con Biden como presidente y la Unión Europea avanzando en su entendimiento de los mecanismos para detener las fugas de carbonos– habría medidas punitivas en nuestra contra: de aranceles para arriba.
Claro que empujar la realidad debajo del tapete, pretendiendo que la política climática nacional es algo que ni siquiera se acerca a ser, no mejora la situación. De hecho, parece ser justo el tipo de esfuerzo mañoso, de greenwashing nacional, que la ONU tenía en mente cuando advirtió: “No hay ningún beneficio por incumplir el Acuerdo (de París). Cualquier ganancia en el corto plazo será de corta duración. Sin duda, se verá ensombrecida por las reacciones negativas de otros países, mercados financieros y, lo que es más importante, de sus ciudadanos.”
@pzarater