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La flexibilidad cambiaria y los mercados emergentes
A partir de la década de 1990, y más rápido desde el año 2000, las economías de mercados emergentes hicieron flotar sus monedas, con la esperanza de protegerse de las conmociones externas y obtener la capacidad de establecer tasas de interés de acuerdo con los objetivos nacionales, pero el nuevo régimen ha sido sólo parcialmente exitoso
LONDRES – Hace 50 años el sistema de Bretton Woods colapsó, y ya en marzo de 1973 las principales monedas del mundo flotaban. A partir de la década de 1990 –y más rápidamente desde el 2000– las economías de mercado emergentes (EME) paulatinamente flotaron sus monedas, esperando así aislarse de los impactos externos y lograr la capacidad de fijar las tasas de interés de acuerdo a sus objetivos nacionales.
Eso es lo que se esperaba, pero la realidad ha sido otra. Para las EME, el nuevo régimen ha proporcionado un aislamiento apenas parcial. Hélène Rey, de la London Business School, ha demostrado que las condiciones financieras internas se mueven de la mano de las tasas de interés estadounidenses y el valor del dólar, incluso en países con tipos de cambio flexibles. Los bancos centrales de las EME pueden enfrentar un auge de entradas de capital cuando están tratando de apretar su política para reducir la inflación, y viceversa. La consecuencia es que la autonomía monetaria a la que las EME aspiraban no se ha materializado.
Aún más, como lo señalaran hace tiempo los economistas Guillermo Calvo, Carmen M. Reinhart y Leonardo Leiderman, las entradas de capital a las EME dependen fundamentalmente de las condiciones externas. Las políticas internas son de importancia secundaria, a diferencia del modelo de libro de texto, en el cual los flujos de capital llenan cualquier brecha de cuenta corriente que pueda resultar de las decisiones locales de ahorro e inversión. Pero esto no significa que la flotación cambiaria sea inútil.
En un estudio reciente, Maurice Obstfeld, de la Universidad de California Berkeley, y Hoanan Zhou, de la Universidad de Princeton, muestran que el efecto de las condiciones internacionales en los mercados financieros de las EME depende del régimen cambiario. La razón es sencilla: mantener una paridad cambiaria exige mayores aumentos de las tasas de interés internas en respuesta a la apreciación del dólar. Además, la apreciación del dólar tiende a coincidir con una menor tolerancia al riesgo entre los inversionistas extranjeros, y por lo tanto una mayor rentabilidad requerida en los bonos de las EME. Bajo un régimen cambiario flexible, el ajuste se logra a través de la depreciación de la moneda, no de un aumento perjudicial de las tasas de interés internas. Por lo tanto, si bien un sistema de tipos de cambio flexibles no permite a las EME sobrevivir ilesas a episodios de apreciación del dólar, sí les proporciona un aislamiento parcial y muy bienvenido.
Luego de la crisis del tequila de 1994 y de la crisis asiática tres años más tarde, a las autoridades de las EME les empezó a preocupar que cuando se produjera un shock y los tipos de cambio nominal y real se depreciaran marcadamente, aumentaría el costo del servicio de la deuda externa (medido en moneda nacional), con el consecuente daño a las empresas cuyos ingresos estaban en moneda nacional. Como consecuencia de este llamado efecto balance, la depreciación cambiaria podría resultar contractiva, y así los tipos de cambio flexibles no proporcionarían un aislamiento adecuado.
Esta argumentación parecía persuasiva pero no ha resistido la prueba del tiempo. Los mercados de cobertura han resultado ser más profundos y más asequibles de lo que nadie anticipó, y muchas empresas y bancos de las EME los están utilizando.
Otro factor es que los mercados financieros internos, donde los pasivos suelen estar denominados en moneda nacional, son ahora mucho más profundos. En consecuencia, la denominación de las deudas en muchos países –entre ellos, Brasil, Colombia, Chile, México, Sudáfrica y Turquía– ha girado masivamente hacia sus monedas nacionales.
Es resumen, el problema del balance parece manejable, pero no ha desparecido. El endeudamiento en moneda nacional, como lo señalan Agustín Carstens y su colega Hyun Song Shin, del Banco de Pagos Internacionales, simplemente traslada el riesgo cambiario a los inversionistas extranjeros, que pueden optar por salir corriendo de regreso a casa luego de una depreciación contundente. Carstens y Shin reportan que la apreciación del dólar amplifica la venta masiva de bonos de las EME en moneda local, pero no así de los bonos denominados en dólares –un fenómeno al que llaman “pecado original recurrente”–.
Dado que los tipos de cambio flexibles no son una panacea, y que persiste una versión del pecado original, las autoridades de las EME deben tomar medidas adicionales para mantener la estabilidad financiera interna. Una política importante es continuar estimulando el ahorro local y desarrollando los mercados internos de capital, de modo que se puedan obtener más préstamos dentro del país. Esto también requiere una política fiscal razonablemente estricta: es probable que un déficit fiscal demasiado grande induzca un déficit de cuenta corriente demasiado grande, y por lo tanto una dependencia excesiva del ahorro externo.
Otros dos enfoques de política también pueden ser útiles, partiendo por las llamadas políticas macroprudenciales. Puesto que la consecuencia más peligrosa de la “exuberancia irracional” en el exterior es un auge del endeudamiento interno, que siembra las semillas de la próxima crisis, parece sensato regular directamente el apalancamiento y la toma de riesgos de los bancos locales.
Las reservas de capital, los coeficientes máximos préstamo/valor, y la exigencia de que activos y pasivos en la misma moneda estén calzados, son exigencias útiles. Pero cuidado: los préstamos pueden emigrar al sistema bancario paralelo, que es mucho más difícil de regular.
El otro conjunto de herramientas incluye diversas formas de control de capital –entre ellas, los impuestos sobre las entradas de corto plazo–. Estas políticas siguen siendo polémicas, debido en parte a prejuicios ideológicos y en parte a las dificultades que presenta la evaluación empírica de su efectividad.
Ahora bien, si los ciclos del dólar siguen rigiendo la economía del planeta, y las propiedades aislantes de los tipos de cambio flexibles resultan ser limitadas, entonces las EME necesitarán acceso a dólares en por lo menos tres circunstancias: durante episodios de alza en la aversión al riesgo, cuando la liquidez en dólares reina; cuando los tipos de cambio se desalinean en extremo y los bancos centrales se ven obligados a intervenir en el mercado cambiario; y cuando las crisis bancarias obligan a los bancos centrales de las EME a actuar como los prestamistas de última instancia en moneda extranjera.
Actualmente, muchas EME se autoaseguran acumulando cuantiosas reservas internacionales. Pero el autoseguro no es eficiente. Puede que el enfoque actual sea racional individualmente (los países acumulan reservas hasta que se sienten seguros), pero carece de sentido desde un punto de vista colectivo.
Las pocas EME que califican para suscribir un acuerdo de canje de monedas con la Reserva Federal de Estados Unidos pueden compartir riesgos con el resto del mundo. Lo mismo corre para los pocos países emergentes que han calificado para entrar en un acuerdo precautorio de liquidez con el FMI. Pero para el resto de las EME, las oportunidades de compartir riesgos son mínimas, debido a que la red de seguridad financiera global está geográficamente fragmentada, sigue repleta de agujeros y no cumple el papel para el que se la diseñó.
La crisis de Covid-19 es un buen ejemplo de lo anterior. Inicialmente, el FMI estimó que las EME y los países en desarrollo necesitarían acceso a 2 billones de dólares, pero los préstamos adicionales del Fondo llegaron sólo a 160,000 millones. Ciertamente podemos hacer las cosas mejor.
El autor
Andrés Velasco, excandidato a la presidencia y exministro de Hacienda de Chile, es decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics and Political Science.
Traducción de Ana María Velasco.
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