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México, la maldición por la democracia
A Felipe de la Mata y sus truhanes, que vendieron la primogenitura de la democracia mexicana por un plato de lentejas.
Ayer se hizo público el dictamen de la sentencia votada 4 contra 1, del proyecto de sentencia del Magistrado Felipe de la Mata (que hizo tan bien su trabajo que se lo pagarán con un cargo de Ministro, en la próxima Suprema Corte), que avaló la sobrerrepresentación del partido de Morena y su coalición, aumentando artificialmente el número de sus Diputados, para poder alcanzar la mayoría cualificada tan deseada por López Obrador para operar su Plan C y pasar a la historia como el nuevo enterrador de la democracia mexicana y de la política económica de apertura y globalización, que se impuso tras un proceso de casi 40 años. Este proceso globalizador fue claramente rechazado por la mayoría del pueblo mexicano en dos elecciones de referéndum, tras la cual avalaron el proyecto de gobierno de la Cuarta Transformación. La mayoría de los mexicanos rechazan el proyecto “neoliberal” o de economía de mercado y democracia liberal que tanto dolor y esfuerzo costó lograr. Esto debe quedarles claro a los opositores que sueñan con volver a los tiempos pasados, que ya no existen, si siguen ofreciendo el mismo proyecto.
Es conocida la frase de Lord Acton de que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Esto lo pudimos reflejar en el sexenio del presidente López Obrador, que poco a poco fue desterrando las instituciones del antiguo régimen para crear una nueva modalidad del PRI, el PRIMOR, que tendrá que pasar la prueba de trascender a su fundador hacia otro líder para considerar que Morena ya está consolidado. Además, a mi modo de ver la manera de ser de López Obrador se trasladó y forma parte ya del subconsciente político mexicano, como en Argentina supuso el presidente Perón, de cuya sombra tras décadas de su muerte no se han podido liberar.
Pero, nada tonto, López Obrador sabe que sólo le falta un golpe para dar la estocada final a su proyecto y que éste se vuelva casi irreversible: la destrucción o control absoluto del Poder Judicial en todos sus niveles, lo que quizá es lo más lamentable de todo este proceso.
En 1918, Lenin, artífice de la Revolución Rusa y creador del Partido Comunista, cosideraba que la Revolución no iba a ser completa hasta que “los órganos del Estado proletario que pondrán en práctica estas obligaciones son los tribunales soviéticos (amañados a su imagen y semejanza).
Fiel a su palabra, poco después de haber asumido el cargo, liquidó de un solo golpe de pluma todo el sistema legal de Rusia tal y como se venía gestando desde una primera reforma en 1864. Lo logró mediante el decreto del 22 de noviembre de 1917, aprobado tras un largo debate en el Sovnarkom. El decreto disolvía en primera instancia casi todos los tribunales existentes, incluido el Senado, el más alto tribunal de apelaciones. En seguida abolió los oficios asociados al sistema judicial, incluyendo el cargo de procurador (el equivalente a Fiscal General), las profesiones jurídicas y la mayoría de los jueces de paz. Sólo dejó intactos los “tribunales locales”, que lidiaban con delitos menores.
El decreto no invalidó de manera explícita las leyes incluidas en el Código penal -esto habría de sobrevenir un año después-, pero generó el mismo efecto al instruir a los jueces de los tribunales locales “para que se guiaran para tomar sus decisiones y al dictar sentencia por las leyes del gobierno derrocado solo en la medida en que éstas no hayan sido anuladas por la revolución y no contradigan la conciencia revolucionaria y el sentido revolucionario de la realidad vigente”. Una enmienda aclaratoria de este vago precepto especificó que las leyes que fueran contra los decretos del gobierno quedaban revocadas, al igual que las del mínimo programático del Partido Socialdemócrata del Trabajo y Partido Socialista Revolucionario”. Básicamente, en el caso de agravios aún sujetos a procedimientos judiciales, la culpa quedaría determinada por la impresión que se formara el nuevo juez o jueces.
En marzo de 1918, el régimen sustituyó los tribunales locales por tribunales del pueblo (¿alguna coincidencia?), los que habrían de tratar con todas las categorías de los delitos cometidos por unos ciudadanos contra otros: asesinatos, agresiones corporales, hurtos, etc. Los jueces elegidos en tales tribunales no estaban obligados por ningún formalismo relacionado con las pruebas. Una directiva aprobada en noviembre de 1918 prohibió a los jueces de los tribunales del pueblo recurrir a las leyes anteriores, y también los eximió de tener que ceñirse por ninguna regla “formal” de prueba. Al emitir sus veredictos, deberían guiarse por los decretos del gobierno soviético, y cuando éstos no existieran, “por el sentido socialista de la justicia”.
Los delitos que habrían de juzgarse eran “los delitos contrarrevolucionarios”, con la orientación del Comisariado de Justicia, encabezado entonces por Stolberg, a través de un decre3to, en el que establecía que los jueces debían guiarse por los dictados de la “conciencia revolucionaria”. En la práctica, por tanto, los tribunales revolucionarios operaron desde su fundación como tribunales ilegales o no autorizados, que sentenciaban a los acusados basándose en la impresión de culpabilidad que les dictaba su sentido común (que es el menos común de los sentidos). Inicialmente, los tribunales revolucionarios no estaban autorizados a imponer la pena capital, pero esta situación cambió en un decreto del 16 de junio de 1918, que señalaba: “Los tribunales revolucionarios no están limitados por ninguna regla en la elección de las medidas a aplicar a la contrarrevolución, salvo en los casos en que la ley defina esa medida en términos de “no menor que” tal castigo. Esto suponía que los tribunales revolucionarios podían sentenciar a muerte a los presuntos infractores cuando lo consideraran apropiado, pero que estaban obligados a hacerlo si el gobierno ordenaba ese castigo. (…)
Con la expulsión de otros partidos (gracias a la sentencia del ponente De la Mata) de las instituciones soviéticas, primero los mencheviques y socialistas revolucionarios y luego los socialistas revolucionarios de izquierdas, los tribunales revolucionarios se transformaron en instrumentos del Partido Bolchevique apenas disfrazados de tribunales públicos. En 1918, para ser juez sólo se pedía leer y escribir. En 1918, el 90% eran miembros del Partido. El 60% de los jueces no habían alcanzado la enseñanza secundaria. (…)
Quienes ahora vivían bajo el control bolchevique se sorprendieron en una situación sin precedentes en la historia de la humanidad. Había tribunales sin leyes; los jueces, carentes de cualificaciones profesionales, condenaban a los ciudadanos por delitos que no existían. Rusia se había convertido, gracias a su revolución y a su reforma judicial, como el Lejano Oeste, en una sociedad sin ley (Pipes, Richard, La Revolución Rusa, Debate, 2017, Sabadell, pp. 867 y 868).
¿Fueron conscientes los magistrados que emitieron la sentencia avalando la sobrerrepresentación con argumentos muy pobres y ateniéndose al texto literal de la ley, sin utilizar otros parámetros de interpretación necesarios, pues se trataba de interpretar la Constitución (que exigía otros métodos adicionales) y de una sentencia cuyo fin era proteger los derechos humanos, que también exigen otros parámetros de interpretación, contenido en el artículo 1 constitucional? O más bien, como así fue, vendieron la primogenitura y el Estado de Derecho del país por un plato de lentejas, que nos podrá llevar a un escenario similar al de la reforma judicial de la Revolución Rusa. Por el bien de México, que así no sea.
*El autor es profesor Investigador de tiempo parcial de la Facultad de Derecho de la Universidad Panamericana, máster y doctor en derecho de la competencia, socio del área de competencia económica, derecho penal de competencia y comercio exterior del despacho Jalife Caballero. Investigador Nacional Nivel I.