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Opinión

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Transición energética: cooperación o guerra comercial con China

¿Es la Transición Energética un juego de poder Suma Cero donde lo que un país gana lo pierden los demás? ¿O es un juego de cooperación ventajoso para todos, y para la sostenibilidad climática del planeta? ¿Son las empresas chinas una amenaza existencial para las economías occidentales, o factor indeclinable de sustentabilidad y Transición Energética? (Nos referimos a empresas mineras de litio, tierras raras, y metales estratégicos; vehículos eléctricos; baterías; trenes de alta velocidad; energía nuclear; y energías renovables). ¿Qué procede, guerra comercial proteccionista, o colaboración con China? Las respuestas no son obvias, sobre todo porque Occidente – México incluido – no sólo está perdiendo la carrera de la Transición Energética, sino que ha caído en una pesada dependencia tecnológica hacia el gigante asiático. China produce el 80% de los paneles solares en el mundo; es el mayor productor y comercializador de autos eléctricos; refina el 60% del litio global, y 90% de las tierras raras utilizadas en motores eléctricos y turbinas eólicas. Tiene el número más alto de reactores nucleares en construcción, y es el más grande productor e instalador de turbinas eólicas y de sistemas de energía solar fotovoltaica. Una guerra comercial con base en tarifas y otras barreras arancelarias y no arancelarias para proteger a industrias puede ofrecer ciertos beneficios en el corto plazo relacionados con la conservación de empresas locales y empleos. Pero, en contraparte, simplemente aislará a las empresas de una indispensable y sana competencia e intercambio tecnológico, y elevaría los costos de las tecnologías “verdes” de transición energética y climática, impactando negativamente a los gobiernos, al bolsillo de los consumidores, a la inflación, a los compromisos y objetivos nacionales de reducción de emisiones, y a la competitividad de las economías. Será más difícil y caro llevar a cabo la lucha contra el calentamiento global.

En cualquier caso, es necesario entender cómo es que China logró, en muy poco tiempo, convertirse en la potencia global dominante en estos (y en muchos otros) temas, con niveles de excelencia y liderazgo en manufacturas. Buena parte de la explicación radica en una impresionante innovación tecnológica propia y copiada del exterior, automatización robótica, nuevos sistemas de control de calidad y minimización de defectos, volúmenes gigantescos de producción, y enormes economías de escala. Su competitividad ha llegado a ser imbatible por bajísimos costos, y calidad comparable a la de las empresas occidentales. Se ha tratado de una formidable política industrial, en la que han jugado un rol protagónico subsidios masivos del Gobierno, inversión directa del Estado, abundante crédito bancario dirigido y en términos concesionales, y participación accionaria del Estado en empresas clave. También, destacan una fuerte competencia interna donde se conjuga un capitalismo vibrante con una visionaria intervención gubernamental, exenciones de impuestos, terrenos gratuitos para la instalación de nuevas plantas, y la creación de virtuosos ecosistemas industriales en ciudades estratégicas con cientos o miles de proveedores y complejas cadenas productivas locales. La espectacular reducción de costos así generada, hace que las empresas chinas tengan pocos rivales occidentales capaces de enfrentarlas competitivamente.

Ante este panorama avasallador, tanto Estados Unidos como Europa han impuesto pesadas tarifas a las importaciones de China, lo que abre la puerta a represalias comerciales contra productos y servicios norteamericanos y europeos, o bien, a medidas punitivas de prohibición de exportaciones de tierras raras, o baterías, lo que ahogaría a las industrias occidentales de electrificación y transición energética. Así, se pondría (o se ha puesto ya) en marcha una espiral proteccionista autodestructiva en la que todos pierden. Recordemos que, para muchas grandes empresas de Occidente, China es uno de sus mayores (si no es que el mayor) mercado, especialmente de empresas automotrices y agropecuarias, y su cierre para ellas sería catastrófico. Las tarifas o impuestos a las importaciones elevan costos para empresas y consumidores, dificultan procesos de electrificación y descarbonización, y crean efectos perniciosos en las cadenas globales de suministro. Muchas empresas chinas reaccionan trasladando su producción fuera de China, por ejemplo, a Vietnam, Tailandia, Malasia, o México. Ante ello, Estados Unidos puede emprender acciones comerciales contra estos países, lo que podría dislocar todo el sistema global de comercio. Para México, el panorama no parece fácil, mucho menos, en el complejo escenario geopolítico de tensión entre las dos superpotencias. México debiera tratar de aproximar el problema a partir de una política industrial inteligente que mantenga equilibrios económicos, políticos y comerciales con China y Estados Unidos. Considerando que una guerra de subsidios sería insostenible y suicida para nuestro país, opciones razonables incluirían aranceles moderados (en ausencia de un tratado de libre comercio con China), inversiones conjuntas (Joint Ventures), alianzas público-privadas, reapertura de sectores absurdamente estatizados (por ejemplo, electricidad y litio), colaboración académica, científica y tecnológica, facilitación de licencias y permisos a proyectos de energía limpia, y emular políticas y procesos industriales chinos exitosos.

@g_quadri

Político, ecologista liberal e investigador mexicano, ha fungido como funcionario público y activista en el sector privado. Fue candidato del partido Nueva Alianza a Presidente de México en las elecciones de 2012.

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