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¿A dónde se fue la alegría?
La campaña de Kamala Harris empezó con una nota muy optimista: Joy! (alegría) era su consigna, en contraste con la negatividad y los insultos de Trump. Pero, pese a tener un interesante impulso inicial, la estrategia de la alegría se diluyó y Harris ha cambiado el tono de su discurso en el cierre. Transcurren los días y las encuestas denotan una competencia empatada. Los siete estados indecisos claves para definir la elección (Pensilvania, Michigan, Wisconsin, Georgia, Arizona, Nevada y Carolina del Norte) están todos estacionados dentro del margen de error estadístico. Pese a las condenas y juicios penales de Donald Trump, sus esfuerzos por anular las elecciones del 2020, su historial de agresiones sexuales y sus múltiples y constantes comentarios racistas y sexistas la mitad del electorado (o casi) piensa votar por él. Harris luchó por proyectarse como la representante de una “nueva generación de liderazgo” más optimista y conciliadora, pero no ha logrado exponer de manera clara y convincente argumentos convincentes sobre cómo el Partido Demócrata (ahora visto por numerosos sectores del país como el partido de la élite rica y liberal rica obsesionada con los temas woke de la política de identidad) ayudará a quienes luchan contra la inflación y el costo de vida.
Ciertamente se mide a Kamala con un doble rasero respecto a su adversario. Muchos votantes dicen no saber aún lo suficiente sobre las políticas de Harris, pero Trump tampoco tiene respuestas. De hecho, nunca las ha tenido. Casi todos los economistas más reputados de la Unión Americana critican sus planes económicos, los cuales aumentarían la inflación, dañarían a la industria manufacturera y terminarían por reducir el PIB. Su propuesta de aumentar los aranceles indefectiblemente provocaría una ola inflacionaria. Además, su presidencia fue magra en cuanto a logros concretos, si bien es cierto en sus primeros años se vio beneficiada por el inicio de un ciclo económico venturoso iniciado en el segundo mandato de Obama. No obstante, el expresidente se las ha arreglado para mantener sus credenciales como un outsider de la política. Por eso Harris ha decidido cambiar de estrategia en estos últimos días críticos de campaña y ha entrado en la guerra de lodo acusando al candidato republicano de “fascista” y de ser un individuo “cada vez más desquiciado e inestable”.
Los especialistas del escabroso mundo de las campañas electorales prefieren las estrategias negativas y denigrantes por ser, dicen, las más efectivas a la hora de cosechar votos. Quizá. Pero los votantes estadounidenses han estado escuchando una retórica similar sobre Trump, por lo menos, desde 2016 y, aún peor, han sido testigos por un tiempo aún más largo de las actitudes y perfiles deleznables de este señor y se lo han perdonado todo. El magnate anaranjado es prácticamente inmune frente a hechos capaces en un pasado no remoto de haber descalificado a cualquier persona aspirante ejercer cargos públicos, no se diga la presidencia. Trump dejó de ser, para sus seguidores más fanatizados, una persona de carne y hueso sujeta a los estándares normales y ahora constituye un símbolo conveniente en una cruda guerra cultural librada para definir la identidad y hasta “el alma” de Estados Unidos.
La grieta ideológica cada vez más profunda. Demócratas y republicanos se acusan mutuamente de ser una amenaza existencial para la nación y la democracia, una tendencia acentuada tras la derrota de Trump las elecciones de 2020. En estos años en la oposición, el trumpismo (como movimiento político, social y religioso) se ha articulado todavía más, está logrando hacer de las próximas elecciones ya no una competencia entre partidos rivales dentro de un marco institucional y de valores compartidos, sino una batalla casi apocalíptica. Por eso las infames transgresiones de Trump son, para sus seguidores, meras indelicadezas y “travesurillas” carentes de importancia ante la “gran causa” de salvar a América al recuperar la supremacía blanca, reubicar al Dios evangélico en el centro de la vida pública y excluir del país a los inmigrantes y a quienes “contaminan la sangre estadounidense”.