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Opinión

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En la memoria mexicana, desde hace mucho

Homenaje a Silvia Pinal, la última diva, en el Palacio de Bellas Artes.

Homenaje a Silvia Pinal, la última diva, en el Palacio de Bellas Artes.Foto EE: Eric Lugo

Seguramente, lector querido, de Silvia Pinal hoy lo sabe todo. Ya la lloró a mares o se quedó impávido. Sorprendido por primera vez de su belleza juvenil o ante el timbre de su voz, porque nunca se imaginó que también cantaba. Tal vez recordó aquella película con Pedro Infante que pasó mil veces por la televisión o apenas descifró la genealogía de su matriarcado recontando a sus amores y maridos.

También puede ser que su muerte le haya provocado insólitos renacimientos. De viejos edificios que fueron escenarios y se llamaban como ella, de cómo bailaba al son de Hello Dolly –antes de ser la tía Mame– y después de haber personificado al mismísimo diablo, mal aconsejando a Simón el Estilita, en la película de Luis Buñuel.

Es muy probable que también le haya traído nostalgias propias y ajenas, todas unidas en una sola se hayan aparecido por memoria: Silvia Pinal bailando tap, pero casándose con la máxima estrella de los rocanroleros Teen Tops; plasmada en una pantalla en blanco y negro, interpretando a la heroína de una película de misterio, dictando cátedra anticipada del empoderamiento femenino, siendo jefa, productora y directora -antes que nadie- de proyectos teatrales, televisivos, musicales, políticos y sindicales.

Reconociendo que fue la primera mujer mexicana que, tras haber rescatado una película prohibida por la dictadura de Francisco Franco, salió indemne de todo peligro y represión y resultó aclamada en el Festival de Cannes. Aquella que, con la más absoluta fortaleza y gracia, sobrevivió a las muchas maldiciones y bendiciones de Viridiana. Una mujer que sorteó con éxito la tan atroz y mentada megalomanía del patriarcado, para ser despedida, apenas antier, en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México.

Silvia Pinal en "Viridiana".

Silvia Pinal en "Viridiana".Foto: Especial

Silvia Pinal no fue la primera figura que provocó tumultos citadinos tras su muerte. Es sabido, por ejemplo, que el funeral de Amado Nervo, fallecido el 24 de mayo de 1919, fue el más largo de nuestra historia reciente, pues se extendió por más de seis meses. Las ceremonias en su honor comenzaron en Uruguay, lugar de su fallecimiento, mientras cumplía una labor diplomática. Sus restos se depositaron provisionalmente en el Panteón Nacional de Montevideo donde recibió honores durante un mes entero. Mientras tanto, se preparaba el barco que lo traería a México, mas no zarparía sino hasta el mes de julio de 1919. El navío hizo su primera parada en Brasil donde también rindieron homenajes al poeta. Después, llegaría a República Dominicana para recibir otros, y cuando llegó a Cuba, las honras fúnebres se convirtieron en multitudinarias y no terminarían sino hasta mediados de octubre. Todo el pueblo de México esperaba a Amado Nervo, pero el barco arribó al puerto de Veracruz hasta el 11 de noviembre, desde donde se trasladaría su cuerpo hasta la Ciudad de México. Cerca de 200 mil personas, abarrotando las calles, se congregaron a darle la despedida, antes de ser inhumado en la Rotonda de los Hombres Ilustres, el día 14.

Tras la muerte de Pedro Infante ocurrió algo similar. “Pocas veces lo que queda de un hombre ha sido acompañado a su tumba por tan grande multitud”, decían las crónicas radiofónicas transmitidas en abril de 1957, mientras comentaban en vivo la procesión con los restos del artista. “Desde los hombros de sus amigos desciende y una línea de sombra va invadiendo su ataúd, como si el sol se resistiera a dejarlo –apuntaban los más sensibles y edulcorados comentaristas.

“Pedro Infante ya no mira ese sol sobre la multitud”. El actor había muerto después de que la avioneta que tripulaba se había desplomado. La carroza fúnebre, donde fueron transportados sus restos fue escoltada por policías en motocicletas que trataban de hacerse paso entre los muchos dolientes, que no querían separarse del cortejo. Llorando y cantando, tanto los uniformados como los ciudadanos de a pie, no detuvieron sus lamentos, ni su dolorosa tropelía hasta mucho después de que el ídolo había sido sepultado.

Algo similar ocurrió con Juan Gabriel, “el Divo de Juárez”, cuyo legado y dolor por su muerte trascendió fronteras, inundó de dolor los corazones y de miles de personas las calles de la ciudad, dolientes que también llegaron al Palacio de Bellas Artes. (Excepciones también hay, lector querido: las despedidas masivas, manifestaciones de duelo colectivo a ciertos ídolos, existen casos como el de Roberto Gómez Bolaños, “Chespirito”, que también murió, como Silvia Pinal, un 28 de noviembre, pero del año 2014. Tras su fallecimiento, la multitud – todo el pueblo de México, dijeron – fue a hacerle sus honras fúnebres en el Estadio Azteca. Nadie conmemoró esta década sin él. No era y no resultó ser lo mismo).

La despedida de Silvia Pinal fue completamente diferente. Las flores, la música, la ausencia de gritos, sombrerazos y los habituales discursos institucionales, denotaron que no había ninguna necesidad de convertirla en un hito para fortalecer la identidad y su permanencia en la memoria mexicana. Hecho estaba ya, por puro gusto y desde hace mucho.

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