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Opinión

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Vista corta y larga gloria

Foto: Especial

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Dicen que el joven Zaragoza era muy disciplinado y que lo único que le molestó realmente en su vida fue ser corto de vista. Pero era también uno de esos hombres que no se detenía en las minucias y pensaba que, si todo fuera como ir al oculista y ponerse anteojos, el infortunio del mundo pocas veces ganaría la guerra. Nacido en la Bahía del Espíritu Santo, en Texas, justo un día como hoy, pero de 1829, cuando aquel territorio todavía pertenecía a México y era una tierra casi legendaria, pero desierta.

En aquella época, nuestro país vivía una etapa muy interesante de su historia. Apenas había logrado la independencia en 1821 y todo era nuevo y vertiginoso. Atónita estaba la población entera, porque el país había abandonado el nombre de Nueva España, estaba a punto de establecerse como una nación soberana, y el orden de las cosas incluía héroes y villanos muertos, caudillos que iban y venían y grupos que luchaban con idéntica pasión por ideales opuestos entre sí. Más todos pero que buscaban el poder entero. La inestabilidad interna, tanto en lo político como en lo social era grande y el ambicioso despecho del exterior todavía más intenso. Justamente en aquel año, el imperio español ensayó una invasión para recuperar tan delicioso territorio perdido y -como el ejemplo cunde- otras potencias buscaron intervenir nuestro país para conseguir sus propias rebanadas de tan apetitoso pastel.

Por lo tanto no es extraño que la infancia de Ignacio Zaragoza estuviera marcada por un contexto de más dureza que tersura. Dentro de una familia que valoraba la educación y la disciplina: un severo y atento militar, como padre, Miguel Zaragoza Valdés, determinante en la formación ideológica de sus hijos y en su voluntad de educarlos para servir a la nación y con una madre, María de Jesús Seguín Martínez, que soñaba de dedicaran a la iglesia. A pesar de que la economía era bastante frágil y el trabajo incierto, la literatura, la música y nuevas tradiciones culturales y políticas comenzaban a implantarse. Pero también muchas malas costumbres. Amenazas internas y externas. Por ello, para proveer a los niños Zaragoza de una buena instrucción, la familia decidió mudarse tierra adentro.

Ignacio hizo sus primeros estudios en Matamoros, los segundos en Tamaulipas y después se inscribió al Seminario en Monterrey. Sin embargo, ya sabía que no iba a haber manera. Creía en Dios, cierto. Era profundamente religioso, pero por más que lo intentaba, no se sentía inclinado hacia el sacerdocio. La familia sufrió mucho, sobre todo su madre, pero a los 17 años, puso punto final a tanta contrición y rezó y se alistó en la Guardia Nacional. Su verdadera vocación, y de aquello estaba muy seguro, era la vida militar.

No sabía que estaba destinado a ser un héroe y que su momento llegaría en la Guerra de Reforma. Ignacio Zaragoza, apasionado por la causa liberal y finísimo estratega, derrotó en Salamanca a las fuerzas de Tomás Mejía; se unió al general Jesús González Ortega en Irapuato; fue nombrado responsable del ejército en Guanajuato; luego venció a Miguel Miramón en Silao y a Leonardo Márquez en las Lomas de Calderón.

Sin embargo, su batalla más importante sería contra el invasor ejército francés -al cual se le habían unido las fuerzas conservadoras- y que solamente duraría dos días. Fue el 3 de mayo de 1862 cuando el general Zaragoza decidió instalarse en Puebla. Ese mismo día, Zaragoza mandó a sus hombres a fortificar los cerros de Guadalupe y Loreto. El día 4, el ejército francés avanzó para disponer su posición de ataque. En vísperas del enfrentamiento, Charles Ferdinand Latrille, conde de Lorencez, general de la tropa enemiga, seguro de que iba a derrotar fácilmente al ejército mexicano y dominar al país, escribió al ministro de Guerra de Francia: "Tenemos sobre los mexicanos tal superioridad de raza, organización, disciplina, moralidad y elevación de sentimientos, que os ruego digáis al emperador que a partir de este momento y a la cabeza de seis mil soldados, soy el amo de México".

Al amanecer del 5 de mayo de 1862, Zaragoza, consciente de que su ejército estaba en desventaja, tanto en número como en armamento, dijo su primera frase célebre: "Nuestros enemigos son los primeros ciudadanos del mundo, pero vosotros sois los primeros hijos de México y nos quieren arrebatar vuestra patria". Dispuso que el general Miguel Negrete dirigiera la defensa por la izquierda; el Felipe Berriozábal por la derecha e indicó a Porfirio Díaz permanecer junto a él.

Antes de que se agotara el día, los franceses y conservadores, muy disciplinados y armados, emprendieron la retirada cobardemente mientras el general Ignacio Zaragoza gritaba: "¡Tras ellos, a perseguirlos, el triunfo es nuestro!"

Tuvo mucha razón. La victoria era suya, su lugar en la Historia asegurado, los anteojos destruidos, pero su visión tan larga que escribió al presidente Juárez las siguientes líneas: “El ejército francés se ha batido con mucha bizarría: su general en jefe se ha portado con torpeza en el ataque. Las armas nacionales se han cubierto de gloria; puedo afirmar con orgullo, que ni un solo momento el ejército mexicano volvió la espalda al enemigo”.”

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