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Esconder la muerte: dos veces
La muerte es un estado final, nada después de ella y a quien le importa algo si está uno muerto. Sin embargo, si hay a quien le importa: a los que matan ¿porqué?
En México, de los cerca de 200,000 homicidios, además, hay alrededor de 45,000 desaparecidos, que todos sabemos que están muertos y sus familiares, sus madres y los cercanos se dedican a buscar para tener la certeza de que les pasó, aunque saben que les pasó: Los mataron. Y los sicarios, se tomaron la molestia, no sólo de matarlos sino de esconderlos o desaparecerlos. ¿Para qué? ¿Para generar la angustia en las familias o por otra razón?
Desaparecido, nadie puede preguntar que le pasó a esa persona. Nadie puede saber quién lo mató; si el sicario tuvo los cuidados pertinentes. Usualmente los tienen. No hay huellas. Casi no hay pistas visibles, sino suposiciones y mensajes mandados por los propios perpetradores, que indican que un grupo u otro hizo lo que hizo y, según ellos, por muy buenas razones. Y, si no son buenas, explicables, sostenibles a debate, finalmente, son sus razones, las de ellos como verdad incontestable, en su propia lógica y realidad.
De facto, los homicidas no quieren ser encontrados o acusados de su actuar. Hay algo de culpa inexplicable, porque teniendo la orden o habiendo decidido que alguien debe desaparecer por conveniencia del negocio o por seguridad gremial, actúan con el peso de un trabajo, por lo menos, incomodo. Por eso esconden los cuerpos de su victimas y de sus acciones. ¿Qué otra explicación puede haber? Los esconden. ¿Para qué?
Una primera hipótesis es que los esconden, porque ese hecho prolonga en la vida cotidiana, la influencia y poder de un grupo delictivo. Es decir, el homicidio no es un acto terminal, sino la demostración de poder que puede perpetuarse en el tiempo y que obligará a la sociedad a hacerlo más grande, visible y reflexivo y, por lo tanto, un acto final, se traslada en el tiempo como una demostración de poder de largo plazo.
La segunda es que los esconden, porque no quieren dejar pruebas de su actuar. Quisieran que no hubiera recuento de lo que hacen. Prefieren que se vayan los recuerdos y los testimonios.
Lo que es terrible es que el acto de homicidio es contundente, incontestable y definitivo, pero hay un mensaje ulterior que no queda claro al esconder los cuerpos o pretender que no existen.
La tercera hipótesis es más macabra. ¿Por qué hay muertos que destazan y exhiben en las vías públicas y otros no? La respuesta me horroriza. Los que acaban en la vía pública son venganzas. Explicables, justificadas, entendibles, un ejemplo, una amenaza, según la lógica de los homicidas, contra los contrarios, los que son traidores o un estorbo, pero los que esconden ¿Qué son, entonces?
Ha anidado en la criminalidad de nuestro país un odio, una sed de venganza, pero sobre todo, una lucha que sólo puede escalar por demostrar quien tiene más poder o quién puede ser más sanguinario. Quién puede hacer que una persona muera dos veces: cuando lo matan y cuando lo desaparecen, para vengarse y castigar a los que quedan vivos; un resentimiento que ha encontrado caldo fértil en la política de abrazos, no balazos y la prueba más elocuente de que el derecho penal está construido para tratar de contener los peores apetitos sociales y de los individuos. Como decía un teórico del derecho: “el que rompe la ley no sólo lo hace contra la víctima, la rompe contra toda la sociedad”. Por ahí deberíamos comenzar, sin embargo: ya que la sociedad mexicana, en pequeños, pero macabros y eficaces sectores de la muerte está enferma, ¿cómo hacemos para contenerla, para que entienda que existen los otros? En vez de sentirse justificados por una guerra de poder y dominio interminables y que se agudiza con el tiempo de ausencia. Nada más, pero nada menos, también.