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Menores enganchados a las redes: ¿qué pueden hacer las familias?

Foto: Shutterstock

Internet, el teléfono móvil inteligente y las redes sociales han revolucionado la forma de relacionarnos en la sociedad. Además de servir para comunicarse, los contenidos y mensajes nos llegan con pocos filtros y sin otro freno que el que nosotros les pongamos. Personas de todas las edades encuentran dificultades para usarlas sin abusar de ellas. En el caso de los niños y los adolescentes, estas dificultades son todavía mayores.

Mientras las consultas de psicología se llenan cada vez más de problemas de salud mental relacionados con este abuso (ansiedad, depresión, problemas de autoestima, dificultades relacionales, trastornos del sueño), las familias no disponen del conocimiento ni de los recursos necesarios para la educación de sus hijos en el uso de estas tecnologías. Son los hijos adolescentes los que disponen de mayor conocimiento del uso de estas redes, lo que les deja sin la protección de los adultos frente a los riesgos de un uso inadecuado de las mismas.

¿Qué estrategias y herramientas podemos utilizar para que jóvenes y adolescentes hagan un buen uso de ellas? ¿De quién es esta responsabilidad? ¿Cómo conciliar el papel de la familia y el del sistema educativo como agentes educadores y socializadores principales de estas poblaciones tan vulnerables?

El eje familia–escuela–amigos

Desde el punto de vista de la psicología evolutiva, los entornos más inmediatos del individuo (en los que se incluyen la familia, la escuela y el grupo de pares) forman “microsistemas” que tiene una influencia directa en el desarrollo evolutivo.

En un segundo nivel, el “mesosistema” es el espacio de interrelación entre los diferentes microsistemas que potenciarían o perjudicarían su desarrollo. Así, se muestra la necesidad de que haya una constante conexión y comunicación entre los tres grandes ejes educativos y socializadores, familia, escuela y amigos, para que el desarrollo del individuo resulte óptimo.

Auge de necesidad social

Además, en los adolescentes se produce un auge de la necesidad social durante la consolidación de su propia identidad y personalidad.

En ese momento, pasan de buscar la validación y apoyo en la familia a buscarlo en su grupo de iguales. La competencia a la hora de formar un grupo de amigos estable y mantener el contacto con ellos va a marcar el correcto desarrollo, no solo de sus habilidades sociales sino de su propio autoconcepto y personalidad.

Conocido el gran cambio actual en la forma y medios de relacionarse, y dada la taxonomía de la nueva Generación Alpha, caracterizada por ser nativos digitales e hijos de la denominada generación milenial, una gestión incorrecta del uso de internet y las redes sociales puede tener efectos devastadores en el desarrollo emocional de estos individuos que se encuentran dando sus primeros pasos en la construcción de su personalidad adulta. La generación alpha crece en entornos totalmente digitales, mientras que sus padres todavía mantienen más presente la idea del contacto cara a cara.

Toca asumir responsabilidades

La realidad a la que hacemos frente es que más de un 12% de los adolescentes hacen un uso abusivo de redes sociales en su día a día con una elevada incidencia de casos de fracaso escolar en edades cada vez más tempranas y la aparición de conductas violentas descontroladas tanto en el ámbito familiar como escolar.

Este mismo uso abusivo, estadísticamente significativo en el entorno familiar, hace que sea imprescindible un trabajo exhaustivo con las familias para que se conviertan en verdaderos factores de protección frente a esta problemática.

Familias sin herramientas

En términos de educación, la familia tiene un papel fundamental. El modelado que se produce en el ámbito más privado de la vida del adolescente cobra una importancia superlativa.

Los adolescentes deberían aprender a utilizar estas tecnologías y a gestionar estos contenidos digitales en su entorno familiar, para que el uso se traslade al colegio. Sin embargo, no es raro encontrar una escena familiar en la que uno o ambos progenitores o hermanos contestan llamadas, mensajes o correos electrónicos durante el transcurso de una cena o mientras ven juntos una serie de televisión. No es tan común que esto suceda en el sistema educativo formal donde, habitualmente, el uso de dispositivos móviles está prohibido y penalizado.

Así, nos encontramos frente a una generación cuya primera foto al nacer ya forma parte de las redes sociales, pero que no cuenta con modelos claros sobre cómo usarlas en su día a día de forma sana y responsable.

La escuela necesita a la familia

Los sistemas educativos formales sirven para reforzar y potenciar la educación recibida en casa. No disponen de la capacidad suficiente como para implementar valores que no sean coherentes con los que priman en el entorno familiar.

Aun así, la escuela tiene un papel esencial como mediadora entre las familias y los adolescentes. Por ello, resulta indispensable dotar de recursos a las escuelas para que puedan a ayudar a las familias a contener este crecimiento de conductas disruptivas y violentas.

Es imprescindible que las autoridades apuesten por programas formativos desarrollados por especialistas en la materia que ayuden tanto a la escuela como a las familias a hacer frente a una realidad que ya se ha impuesto.

Algunos programas piloto de talleres educativos para el uso saludable de redes sociales y tecnologías de comunicación ya han demostrado su eficacia y han despertado el interés de sus participantes.

Programar charlas con especialistas que informen sobre situaciones y sus consecuencias, proponer espacios de diálogo entre adultos y adolescentes que promuevan la escucha activa y la empatía, así como talleres en los que adquieran herramientas para trabajar reducir y mejorar el uso, pueden ser la clave para que todos (familias, alumnos y profesorado) aprendamos a utilizar las redes sociales.

Mónica Moreno Aguilera, Profesora en Grado de Psicología. Psicóloga Sanitaria y Forense, Universidad Nebrija and Mercedes Lorena Pedrajas López, Directora del Máster en Psicopedagogía, Universidad Nebrija

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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