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Opinión

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Aquellas regiones transparentes

La pluma de Carlos Fuentes tuvo la dicha de retratar con palabras el México que le tocó vivir.

Atestigua el calendario que no nació en esta ciudad, sino en Panamá. Que se murió justo en medio del mes de mayo, pero vino al mundo en noviembre. El mes que empieza con los muertos y después sólo festeja nacimientos. Todos ilustres y letrados, dueños, por lo menos, de un pedazo de gloria literaria. Intérpretes y autores como él: Sor Juana Inés nació el día 12 de noviembre, Ignacio Manuel Altamirano, el 13; José Saramago el 16; Lope de Vega, el 25; y el último día del mes, Jorge Negrete. Mas quiso el destino que el cumpleaños de Carlos Fuentes se celebrara el día 11. Y que los santos que lo guardaran, en caso de fe o necesidad, fueran dos: San Martín de Tours y San Juan el Limosnero. El primero, un noble nacido en Sabaria, Hungría, hacia el año 316, cuya anécdota más conocida fue cuando cabalgando y envuelto en su amplio manto de guardia imperial, encontró a un pobre que tiritaba de frío y con gesto harto generoso lo cortó para darle la mitad al desdichado. El segundo fue obispo de Alejandría y uno de los pocos juanes cuya fiesta no es en junio. Metáforas más o menos, similitudes y santidades aparte, no sabemos si Carlos Fuentes se acogió a tales protecciones o si les debe la excelencia de su pluma. Sabemos que le gustaban los inventos y por ello inventó novelas como catedrales, cuentos como casas y ensayos como jardines. Llenó el paisaje de la literatura nacional con sus palabras y deconstruyó la Ciudad de México para acabar reinventándola después.

Intérprete de lo mexicano

Fuentes fue una figura dominante en el panorama de la cultura latinoamericana del siglo XX por muchas razones: su esmerada interpretación de México y lo mexicano a través de una literatura feroz, a veces apacible; pero con un lenguaje audaz y novedoso, capaz de incorporar distintos ritmos: neologismos, crudezas coloquiales, palabras extranjeras, las frases más correctas y las de composición más insólita. Fue un autor que pudo decir lo que nadie había dicho todavía y portavoz, al mismo tiempo, de la expresión más bella y la más chocante. Chocante como un shock eléctrico. Como las chispas y la oscuridad que todavía provoca y él supo escribir primero.

Origen errante

Alto, guapo y elegante —como es ya bien sabido—, nació con el nombre de Carlos Fuentes Macías en 1928. Fuera del país, porque su padre era miembro del cuerpo diplomático mexicano. Nada indicaba que se convertiría en uno de los más grandes escritores latinoamericanos de una época precisa y sería el parangón de la excelencia literaria y mexicana de todos los tiempos. Tuvo una infancia cosmopolita, de mil ciudades. Debido al trabajo de su padre vivió en Quito, Montevideo y Río de Janeiro; hizo sus primeros estudios en Estados Unidos, vacacionó en México para no perder la costumbre de hablar en español y contempló la Segunda Guerra Mundial desde Chile —donde conoció a Pablo Neruda— y después desde Argentina, donde compartió la mesa con David Alfaro Siqueiros. Desarraigado y viajero sin quererlo, y luego amante de la lejanía y el arraigo ajeno, fue aprendiendo historia y geografía de México en otras latitudes.

Cuando llegó a tierra azteca tenía 16 años. Tanto había leído que ya escribía, y obtuvo el primer lugar del concurso literario del Colegio Francés. Hizo la preparatoria y obtuvo el título de licenciado en Derecho por la UNAM. En 1950, ocho años antes de publicar La región más transparente, una suerte de Historia Universal de la Ciudad de México, se fue de viaje otra vez. En Europa realizó estudios de Derecho Internacional en la Universidad de Ginebra, y encontró la inspiración literaria de otras ciudades fantásticas.

“Venecia toda es un fantasma”

En sus primeros apuntes urbanos escribió: “Poco importa que seamos sólidos o espectrales. Igual da. Venecia toda es un fantasma. No expide visas de entrada a favor de otros fantasmas. Nadie los reconocería por tales aquí. Y así, dejarían de serlo. Ningún fantasma se expone a tanto”. Estaba a punto de descubrir y decirnos que la Ciudad de México no era igual, que aquí cada esquina tiene su fantasma.

A los 29 años publicó aquella obra que lanzaría la literatura mexicana al estrellato. Una primera obra que se convirtió en parteaguas de todo lo ya escrito: por su estilo, la novedosa factura y porque el protagonista, el personaje principal, era la misma ciudad, un lugar claro y transparente. Una Ciudad de México iniciando el relato de su propia saga. La región más transparente provocó el más insólito de los asombros, todavía hoy inspira un sentimiento atroz, una sorpresa incalculable, una feliz nostalgia. Aun cuando sus lectores no tengan, de esta ciudad, más referencia que el presente.

Pero, para caer capturado sin remedio, basta el primer párrafo:

Mi nombre es Ixca Cienfuegos. Nací y vivo en México D.F. Esto no es grave. En México no hay tragedia: todo se vuelve afrenta. Afrenta, esta sangre que me punza como filo de maguey. Afrenta, mi parálisis desenfrenada que todas las auroras tiñen de coágulos. Y mi eterno salto mortal hacia mañana. Juego, acción, fe, día a día, no sólo el día del premio o del castigo: veo mis poros oscuros y sé que me lo vedaron abajo, abajo, en el fondo del lecho del valle.

Obra trascendente

Vendrían después otras novelas: Las buenas conciencias, La muerte de Artemio Cruz, Zona Sagrada, Cambio de piel, Terra Nostra, La cabeza de la hidra, Gringo Viejo y Cristóbal Nonato. Y quizá ninguna superó en popularidad a la fantasmal Aura: la novela perfecta para empezar a leer a Carlos Fuentes, historia favorita del público lector, en la que todo fragmento es inolvidable:

Te asomas al corredor; Aura camina con esa campana en la mano, inclina la cabeza al verte, te dice que el desayuno está listo. Tratas de detenerla; Aura ya descenderá por la escalera de caracol tocando la campana pintada de negro, como si se tratara de levantar a todo un hospicio, a todo un internado. La sigues, en mangas de camisa, pero al llegar al vestíbulo ya no la encuentras. La puerta de la recámara de la anciana se abre a tus espaldas: alcanzas a ver la mano que asoma detrás de la puerta apenas abierta, coloca esa porcelana en el vestíbulo y se retira, cerrando de nuevo. En el comedor encuentras tu desayuno servido: esta vez sólo un cubierto... Comes rápidamente, regresas al vestíbulo, tocas a la puerta de la señora Consuelo. Esa voz débil y aguda te pide que entres. Nada habrá cambiado. La oscuridad permanente. El fulgor de las veladoras y los milagros de plata.

Una descarga eléctrica

Para Carlos Fuentes ninguna de sus obras fue ni la mejor ni la última. (“La novela perfecta rechazaría al lector”, solía decir). En la última década de su vida publicó Instinto de Inez, que trata del romance tardío entre un director de orquesta y una cantante de ópera; La Silla del Águila (una novela de planteamiento ficticio pero que sugiere la podredumbre de la clase política); Viendo visiones donde reunió sus ensayos sobre arte escritos a lo largo de más de 30 años; una colección de relatos fantásticos titulada Inquieta compañía, y, casi al final, un libro sobre la gran novela latinoamericana. Hasta su propia muerte fue descarga eléctrica. Un martes, 15 de mayo, en la Ciudad de México.

Hoy celebramos, nada más, la vida de Carlos Fuentes. Y quizá baste imaginar —en vano— que paseamos por regiones transparentes, comprobar si todavía existe un convoy de la ex dorada línea del Metro que se llama como él, enterarse de quién se acaba de ganar el premio literario creado en su honor, visitar la nueva biblioteca reluciente y grande que lleva su nombre y es orgullo editorial de la Universidad de Guadalajara y mejor, sólo por su cumpleaños —tiene toda la semana, lector querido— dedicarnos a leerlo. Tal vez después entenderemos por qué decía que tenemos un pasado que debemos recordar y un porvenir que podemos desear.

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