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Opinión

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Boeing: ¿final de vuelo del valor para los accionistas?

Los problemas autoinfligidos por Boeing contienen lecciones más amplias para el gobierno corporativo contemporáneo. Una vez más, vemos cómo la idea equivocada del valor para los accionistas puede servir a poderosos intereses financieros, al tiempo que destruye aquello en lo que las organizaciones empresariales son mejores y deja a muchas otras partes interesadas (clientes, proveedores y empleados) en peor situación.

NUEVA YORK. Por medio siglo, maximizar el valor para los accionistas ha sido el principal objetivo de la gobernanza corporativa, sobre todo en Estados Unidos y el Reino Unido. Pero el desastroso desempeño de Boeing en lo referido a la seguridad de sus productos y clientes puede ser señal de que hay un cambio en el aire.

Los accidentes de 2018 y 2019 con el modelo 737 MAX de Boeing, en los que murieron 350 personas, tendrían que haber sido un llamado de atención. Pero sólo con el caso de un avión que hace poco perdió una puerta en pleno vuelo en Estados Unidos se hizo evidente que hay un problema fundamental en el modo de gestión actual de la empresa. Después de eso, AerCap (mayor empresa de arrendamiento de aviones en el mundo e importante cliente de Boeing) ha exigido poner en segundo plano los objetivos financieros y concentrarse al 100% “en los indicadores de calidad y seguridad”. Otro cliente, Emirates, demanda que el próximo director ejecutivo de Boeing sea un ingeniero. Y el principal sindicato de trabajadores de la empresa, International Association of Machinists District 751, ha solicitado un asiento en la junta directiva “para salvar a la empresa de sí misma”.

¿Cómo se llegó a esto? Hace muchos años que en los tribunales y en la academia se considera que una gestión eficiente pasa por maximizar el valor para los accionistas; como si concentrarse en este único objetivo y someter a las empresas a la disciplina del mercado fuera garantía fiable de excelencia. Pero la gestión corporativa es demasiado complicada para tener como único criterio la cotización de las acciones. Los ejecutivos de una empresa tienen que tomar todos los días decisiones difíciles para equilibrar de la mejor manera posible los objetivos financieros con la calidad y la seguridad de los productos, las condiciones de trabajo, el impacto ambiental, etcétera.

El principio de valor para los accionistas ha convertido a las corporaciones en cajeros automáticos. Sus directivos aceptaron el concepto porque, con sus opciones de compra de acciones y otras bonificaciones, podían participar de las ganancias cuando subían las cotizaciones. Pero no debería sorprender a nadie que, a menudo, estos mecanismos de retiro de efectivo estén desvinculados del desempeño real de la empresa. ¿Cómo es posible, si no, que el director ejecutivo de Boeing, que causó más daño a la empresa al no resolver sus problemas tras los accidentes del modelo MAX, se retire con un 45% de aumento de sueldo?

Complacer a los accionistas con jugosos dividendos y recompras de acciones puede arruinar muy fácilmente una gran operación empresarial. Pero no siempre fue así. A principios del siglo XVII, una innovación jurídica que aseguraba la permanencia dentro de la empresa del capital invertido permitió a las corporaciones movilizar capital a gran escala, al negar a los inversores la posibilidad de retirar su dinero a voluntad. Provistas de una base de capital más estable, las empresas podían obtener más financiación, y el mercado de acciones se volvió más líquido, porque los inversores nuevos ya no debían temer que los viejos se retiraran.

La primacía del valor para los accionistas les dio capacidad para pilotear el rumbo de la empresa. Pero los inversores de cartera no tienen mucho interés en involucrarse personalmente en los detalles de la gestión empresarial: lo único que les interesa es el resultado final. Les falta “compromiso firme”, como lo denomina Colin Mayer, economista de la Universidad de Oxford. Y cuando los aviones piloteados por los accionistas empiezan a desintegrarse en pleno vuelo, muchos se limitarán a rescatar lo invertido y probar suerte en otra parte.

Pero las empresas no son meros cajeros automáticos. Son entidades con capacidad para combinar recursos, innovar y (tal vez lo más importante) resolver problemas. Contra la teoría estándar de la empresa, que la considera sólo una segunda mejor alternativa después de los mercados (un mero “nexo de contratos”), una empresa puede hacer cosas que el mercado no puede. Como demostraron los economistas Albert Hirschman y Kenneth Arrow, las empresas tienen capacidad para introducir correcciones: subsanar defectos cuando las cosas salen mal, mejorar las operaciones y hallar soluciones a problemas nuevos.

Las cotizaciones pueden dar señales de que una corrección es necesaria, pero hacer el trabajo real de la corrección es mucho más difícil. Hay que encontrar la causa original del problema y diseñar una solución eficaz y duradera. Un accionista que cuando las cosas salen mal puede ponerse el paracaídas y saltar del avión no va a invertir en hacer correcciones. Antes que la “lealtad”, preferirá la “salida” (en palabras de Hirschman), y si usa su “voz”, en general lo hará solamente para votar directivos que promuevan sus intereses.

Los inversores de cartera tienen la puerta de salida siempre abierta (la empresa siempre puede intervenir y recomprar sus acciones). Es decir que son la menos leal de todas las partes con intereses en una empresa. Desde su punto de vista, ni siquiera importa qué producto hace la empresa (salvo como criterio a la hora de diversificar carteras). En cuanto obtienen su ganancia, estos inversores se van de la empresa, dejando tras de sí una organización que para complacerlos recortó costos, incluso exponiéndose a perder clientes y empleados valiosos. Una empresa es como un avión: es muy fácil hacer que caiga, pero reconstruirla lleva mucho más tiempo y recursos.

Los problemas que Boeing se causó a sí misma contienen enseñanzas generales. Vemos una vez más que la errada idea del valor para los accionistas puede servir a intereses financieros poderosos y al mismo tiempo destruir lo que las organizaciones empresariales saben hacer mejor. Que no es lanzarse a la búsqueda excluyente de un objetivo único, sino combinar recursos para resolver problemas complejos, producir objetos valiosos y reducir costos para la sociedad. Hacerlo puede ser rentable; pero convertir la rentabilidad en un fin en sí mismo termina siendo contraproducente. Que el “efecto Boeing” nos sirva de recordatorio.

La autora

Katharina Pistor, profesora de Derecho Comparado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Columbia, es autora de The Code of Capital: How the Law Creates Wealth and Inequality (Princeton University Press, 2019).

Traducción: Esteban Flamini

Copyright: Project Syndicate, 2024

www.project-syndicate.org

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