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Opinión

Lectura 4:00 min

Cómo sobrevivir a la IA y no morir en el intento

Los seres humanos aprendemos de nuestros errores

Esta pregunta es tan genérica y abstracta que hay una alta probabilidad de que cada uno de nosotros tenga una respuesta distinta, tomando como punto de partida nuestras experiencias de vida.

También es posible que, si le preguntamos lo mismo a una máquina que usa inteligencia artificial generativa, nos dé una respuesta más precisa, asertiva y objetiva. Para arrojar este resultado, el sistema tuvo que haberse sometido a un proceso de prueba y error, a través de redes generativas adversariales (GAN, en inglés), concepto desarrollado por Ian Goodfellow en 2014, que permitió la rápida evolución de chatbots que han revolucionado nuestra vida cotidiana. El más conocido, ChatGPT, seguido por muchos otros.

La calidad de la información con la que se entrena un algoritmo es directamente proporcional a la precisión de los resultados que se obtienen utilizándolo. Si los datos son inexactos obtendremos información sesgada. Es como la calidad del agua, ambas requieren cuidado, atención y un procesamiento adecuado para garantizar su óptimo rendimiento; si hay datos mal procesados, pueden introducir sesgos y errores, al igual que el agua maltratada puede ser perjudicial para la salud.

Habrá vislumbrado Ian J. Goodfellow lo que ocurriría en el futuro al poner a competir a dos redes neuronales para que aprendieran de sus errores.

Imaginemos a dos personas que interactúan constantemente, pensemos que tienen una relación personal. La primera considera que su objetivo en la vida es juzgar a la segunda, sin importar que quizá el origen de esta conducta sea patológico, en tanto que la segunda acepta ser juzgada sistemáticamente sin mayor objeción. Considerarían que se trata de una relación tóxica y que hay desigualdad.

Traslademos esta situación hipotética y nada parecida a la realidad, al mundo de las máquinas, en donde las redes neuronales discriminatorias y generativas fueron creadas y existen para competir entre ellas, por lo que las primeras “saben” que su objetivo es juzgar a las segundas con un origen y propósito premeditado, mientras que las segundas están destinadas a transformarse en función de las críticas de las primeras y así es como mejoran.

Por cierto, las redes discriminatorias también aprenden de sus errores y aciertos para hacer mejor su función y afinar sus determinaciones. Son mejores las máquinas que nosotros.

Desde una visión humanista esta última pregunta es inconcebible y sumamente cuestionable, incluso para más de una persona es absurdo pensarlo; sin embargo, aprenden mejor y más rápido de sus errores, aceptan la crítica constructiva de la red discriminatoria y se vuelven mejores. Estos son hechos, no palabras.

Es más fácil entender a una máquina que a una persona, una muestra clara es que vivimos siempre con un dispositivo móvil en la mano o en la bolsa. Nuestros hijos hacen lo mismo y no hacemos nada por cambiarlo. Nuestras habilidades sociales se han reducido al mínimo en los ecosistemas digitales.

Estamos hiperconectados e interconectados y somos dependientes digitales, hemos llevado esta necesidad tecnológica al límite, solo por mencionar algunas interacciones virtuales que marcan nuestro día y día y que hace algunos años eran inimaginables, por ejemplo, si queríamos ver una película íbamos al cine o, más atrás en el tiempo, la rentábamos para verla en casa. Actualmente utilizamos un gran número de plataformas de streaming para acceder a contenidos de entretenimiento y usamos aplicaciones para transportarnos, hacer pagos, pedir comida, comprar ropa o incluso para lavarla.

Hemos trasladado casi todas nuestras relaciones afectivas a los servicios de mensajería instantánea y la inmediatez se ha convertido en nuestra regla de oro. No podemos vivir tranquilamente sin nuestro teléfono celular a un lado. La forma de conocer personas y vincularnos afectivamente con ellas ha cambiado en su totalidad. Bumble, Tinder, Grindr, Happn, Lovoo y una lista larga más de aplicaciones son las herramientas tecnológicas que se utilizan para conocer personas con los mismos intereses, de manera casual, y sin que esto implique un compromiso de por medio.

Nuestra identidad digital está por encima de nuestra identidad física y se ha vuelto una prioridad, cómo sobrevivirán las próximas generaciones esta transformación.

La premisa es que la tecnología debe de estar al servicio de la humanidad, por lo que la realidad dista mucho de esta lógica y la innovación disruptiva nos va ganando la batalla.

Tenemos la capacidad y la ética para comprender que nuestras acciones presentes pueden poner en riesgo el futuro de la humanidad.

#SeamosParteDeLaConversación 

Secretario de Protección de Datos Personales del INAI, especialista en tecnologías disruptivas y ética digital. Conferencista en foros nacionales e internacionales. Autor y coautor de diversas publicaciones sobre derechos humanos, democracia, protección de datos personales y privacidad.

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