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Después de García Luna
El Gobierno de México declaró la guerra contra el crimen organizado desde el 2006, bajo la presidencia de Felipe Calderón. Por una parte podríamos asumir que dicha guerra se justificaba porque el Estado tiene la innegable obligación de prevenir, perseguir y castigar los delitos. Sin embargo, 17 años después vemos que esta guerra -con sus distintas facetas operativas- sólo ha bañado de sangre a nuestro país dejando cientos de miles de muertos, desaparecidos, heridos y huérfanos. 17 años después no tenemos un México más seguro. 17 años después nuestros niños no están a salvo de las drogas ni de las balaceras. 17 años después no hay más criminales tras las rejas ni un sistema de procuración de justicia más confiable o eficiente.
La realidad al cruzar la frontera norte refleja otra cara de la misma moneda: en Estados Unidos mueren más de 100 mil personas al año por sobredosis. ¿Cómo llegan las drogas a manos de los estadounidenses? Hasta ahora parece que las autoridades del vecino país sólo culpan a los atroces cárteles mexicanos mientras cierran los ojos frente a su propia criminalidad y obvias redes de complicidad. A pesar de ello, la Fiscalía Federal en Nueva York investigó y persiguió a quien fuera una de las cabezas más visibles de la guerra en México, y logró el veredicto unánime en contra de Genaro García Luna por los delitos de participar en una empresa criminal continua, conspirar en la distribución e importación de cocaína y hacer declaraciones falsas a las autoridades.
La historia no terminará en la condena a García Luna. Por el contrario, los frentes desde los que Estados Unidos diversificará su estrategia contra los cárteles de la droga en México apenas inician. Al norte de la frontera el Congreso y 21 fiscales generales reviven la iniciativa para que se les considere como organizaciones terroristas y el gobierno del presidente Joe Biden intensifica los llamados al gobierno de México para que entregue mejores resultados en seguridad.
Dentro de nuestras fronteras también repercutirán las decisiones estadounidenses. A García Luna le seguirán Cárdenas Palomino y Pequeño García quienes son considerados prófugos en los Estados Unidos. A la Fiscalía mexicana llegarán nuevas presiones que pueden seguirla encontrando con los dedos en la puerta como sucedió con la detención de Ovidio Guzmán, quien ni siquiera tenía orden de aprehensión en nuestro país o como la muy reciente orden en contra de García Luna quien nunca fue perseguido por las autoridades mexicanas. Al gobierno de Peña Nieto le llegarán investigaciones, Cienfuegos algún día enfrentará a la justicia y tal vez veamos quiénes son los verdaderos responsables de la trágica muerte de los estudiantes de Ayotzinapa.
Al mismo tiempo que en México celebramos que Estados Unidos imparta justicia, aceptamos que aquí somos incapaces de procurarla. Mientras nos regocijamos de que quien cobijó criminales durante 12 años por fin pague por sus delitos, aquí se cometieron - y se siguen cometiendo - las más graves atrocidades protegidas por la más vergonzosa corrupción e impunidad.
Celebro que Estados Unidos llegue a donde la justicia mexicana no se ha atrevido, pero también debemos estar conscientes de que abrimos - y festejamos - la posibilidad que el juicio traiga como consecuencia una mayor injerencia unilateral y poco transparente en nuestros asuntos internos. La justicia estadounidense no se detuvo en la persecución contra el expresidente de Honduras, Juan Orlando Hernández, y no se detendrá tampoco en la investigación de presidentes municipales, gobernadores, jueces y todo tipo de autoridades mexicanas que han sido cómplices de cientos de miles de muertes que siguen esperando justicia.
Y en medio de todas estas reflexiones sobre justicia, me quedo con una pregunta: ¿Cómo hablaremos de soberanía cuando nuestra anhelada justicia se aplica del otro lado de la frontera?