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El último aliento
Este texto reconoce la valentía de Carolina Padrón, Francisco D’Angelo de VENEMEX y la de José, periodista venezolano, exiliado y amenazado por el PSUV.
Cuando conocí a Carolina, recuerdo que además de su belleza y determinación para hacerle frente a lo que la vida pusiera en su camino, lo que más me cautivó en ella fue su forma de explicar la libertad y lo que implica cuando no existe, empezando por su propio sufrimiento.
El caso de mi amiga se suma al de más de 8 millones de venezolanos que han huido de su país por la represión, la escasez de medicamentos, la pobreza y los crímenes del chavismo y Maduro, pero a diferencia de otros, Caro conserva la esperanza de superar el exilio, regresar a casa y volcarse en la reconstrucción de una Patria que, por lo menos hoy, no tiene un futuro digno que ofrecerle.
Todos sabemos lo que está pasando en Venezuela. Aunque nuestro presidente haya invitado a Nicolás Maduro a su toma de posesión y tarde en aceptar el fraude electoral que medio mundo asume, al exigir la contabilización de los votos en una ambivalente postura que exhibe a México como una nación que ha olvidado su larga lucha por la democracia.
Cuando pienso en Caro y José y recuerdo nuestro sueño de organizar una exposición para visibilizar los crímenes de lesa humanidad hacia los venezolanos y las filiaciones de su clase política con el crimen organizado, también evoco nuestras conversaciones de 2018, cuando la Corte Interamericana de Derechos Humanos denunciaba “un paulatino deterioro en la institucionalidad democrática y la situación de derechos humanos en Venezuela” y mis amigos me advertían lo injusto de ocupar la palabra “deterioro” para describir el hambre, el uso excesivo de la fuerza, las detenciones arbitrarias y la tortura del Estado a una ciudadanía negada al derecho a disentir.
La discusión electoral que hoy despierta al mundo es sólo el efecto lógico del triunfo de un pueblo harto de ser vejado. Sólo la persecución política, la miseria y la desesperación pueden obligar a una persona a dejar su vida en el lugar donde nació. Los venezolanos no abandonan su país porque quieren, huyen a causa de las amenazas, por no tener qué comer, cómo trabajar y forma alguna de sobrevivir en medio de la hiperinflación. Los venezolanos llevan más de una década en un éxodo masivo, a pesar de haber nacido en una nación plena de recursos naturales y referente para la cultura y el desarrollo en Latinoamérica.
Desde mi lugar de mexicana libre que sabe que su decisión electoral sí vale, celebro con optimismo que el 70% de los votos de los venezolanos se dirijan a detener la destrucción de su tierra mediante las urnas y no con más violencia. Me emociona que la polarización desaparezca y por fin se pueda hablar de una sóla voz y que ésta sea a favor de la oposición.
Como bien dice María Corina Machado, “la comunidad internacional no puede mirar para otra parte”, pues los datos hablan por sí mismos: de acuerdo con Omar Zambrano de la Universidad Católica Andrés Bello en Venezuela, Edmundo González Urrutia saca a Maduro una diferencia de 37.15 puntos porcentuales, la brecha electoral más grande de la historia de las elecciones presidenciales de Venezuela desde el regreso a la democracia en 1958.
Sólo es cuestión de tiempo. De la mano de la presión internacional, el pueblo que hoy denuncia el fraude y paraliza entidades rurales y ciudades como Caracas, Maracaibo, Valencia, Barquisimeto, Ciudad Guayana y Zucre, conseguirá que Maduro acepte su derrota y pague por sus crímenes. Ha separado familias y plagado su país de huérfanos y viudas.
De cara a la pesadilla, la buena noticia es que la verdad es incontenible y Venezuela empieza a abrazarla.