Buscar
Opinión

Lectura 7:00 min

¿Pueden las olimpiadas evitar la guerra?

Como demuestran los actuales Juegos de Invierno de Beijing, la brecha entre el sueño olímpico y la realidad siempre ha sido enorme, y los líderes políticos a menudo ignoran o buscan convertir el evento en un arma. En lugar de tratar de excluir la política, las autoridades olímpicas deberían promover el papel de los Juegos como una alternativa a la guerra.

LONDRES – Antes de la apertura de los actuales Juegos Olímpicos de Beijing, el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, convocó a una “tregua olímpica” para “crear una cultura de la paz” a través del deporte. El presidente del Comité Olímpico internacional, Thomas Bach, se hizo eco de este sentimiento en su discurso durante la ceremonia inaugural. “Esta es la misión de los Juegos Olímpicos: unirnos en una competencia pacífica”, declaró Bach. “Siempre crear puentes, nunca erigir muros”.

Pero la brecha entre el sueño olímpico y la realidad siempre ha sido enorme. Los líderes políticos a veces han ignorado los Juegos, como lo hizo el Kremlin cuando las tropas rusas invadieron Georgia el mismo día que iniciaron los Juegos Olímpicos de verano de Beijing, en el 2008. En otras ocasiones, los gobiernos usaron el evento como un arma. Adolf Hitler aprovechó los juegos de Berlín de 1936 para exhibir su régimen nazi, mientras que Estados Unidos lideró un boicot contra los Juegos Olímpicos de verano de Moscú, en 1980, como represalia ante la invasión de Afganistán por la Unión Soviética. La Unión Soviética y sus aliados, cuatro años después, pagaron con la misma moneda durante los juegos de verano de 1984, en Los Ángeles.

Todos los países tratan a las olimpíadas como un símbolo de fortaleza nacional, no de paz. En el 2015, por ejemplo, el presidente chino Xi Jinping declaró que, “si es fuerte en los deportes, el país es fuerte”. Esa máxima parece haber motivado los programas de dopaje rusos con apoyo gubernamental. Los países usan frecuentemente los recuentos de medallas como indicadores del éxito de sus sistemas políticos y económicos.

No sorprende entonces que los juegos de invierno de Beijing, actualmente en curso, simbolicen conflicto en vez de unidad. Los Juegos llegan en un momento en que la división del mundo en dos bloques antagónicos se tornó palpable: Occidente intensificó su retórica de apoyo a la amenazada Ucrania y China se posicionó del lado ruso.

Además, los líderes respectivos de cada bloque no se encontrarán ni hablarán durante los juegos debido a que Estados Unidos y algunos de sus aliados mantienen un boicot diplomático debido a lo que algunos medios occidentales llamaron “la Olimpíada genocida” en referencia a los supuestos maltratos de China a musulmanes uigures en la provincia de Sinkiang. En lugar de ello, afirma Sophie Richardson, directora en China del Observatorio de Derechos Humanos (Human Rights Watch), la lista de funcionarios gubernamentales que asistieron a la ceremonia de apertura “casi parece el ‘quién es quién’ de los gobiernos agresivos”.

Pero la idea de la tregua olímpica, heredada de los antiguos juegos griegos, siempre ha sido un mito. Como señaló el ya fallecido Mark Golden, de la Universidad de Winnipeg: “ninguna evidencia indica que las guerras se suspendían por el festival olímpico”. Y David Goldblatt, en The Games: A Global History of the Olympics, señala que el evento continuó durante las guerras del Peloponeso en el siglo V a. c.

La tregua procuraba proteger al estadio y los espectadores, y garantizar el paso seguro de los atletas a los juegos. Servía en gran medida para lo mismo que las iglesias medievales y mezquitas: proporcionaba santuario frente a un mundo peligroso. Violar ese santuario era un pecado contra Dios. Pero las iglesias tenían además un propósito más amplio: mostrar la posibilidad de que el reino de Dios podía llegar a la Tierra y que el propio mundo podía convertirse en un santuario frente a la violencia y la guerra.

Fue en busca de la paz que el barón Pierre de Coubertin propuso restablecer las Olimpíadas, en 1896, después de una pausa de 1,500 años. “Exportemos remeros, corredores y esgrimistas: ahí reside el libre comercio del futuro”, dijo De Coubertin. “Y el día en que se instale tras los muros de la antigua Europa, la causa de la paz tendrá un nuevo y poderoso apoyo”. La idea de De Coubertin era que se podía canalizar el conflicto hacia enfrentamientos individuales de excelencia deportiva, y que la competencia entre los atletas reemplazaría las luchas entre países.

La gente siempre entendió que los deportes para espectadores permiten que las multitudes se desahoguen inofensivamente; el fútbol es un excelente ejemplo contemporáneo. Pero De Coubertin pensaba ir más allá. Por un lado, rememoraba la tradición medieval de las justas de caballeros como alternativa a las batallas a gran escala; pero también se adhería a la creencia del siglo XIX de que la libertad para el comercio, las ideas, los viajes y la comunicación de todo tipo reducirían el antagonismo entre las tribus, clases y países. Cuanto más sabe la gente sobre los demás, mejor entiende sus puntos de vista y busca una coexistencia pacífica.

La imposibilidad de impedir que la política internacional se filtre en el atletismo internacional se ve en el caso de Eileen Gu, una esquiadora chino-estadounidense de 18 años de edad quien ganó su primera medalla de oro en estos Juegos. Gu, quien nació en California, competía para Estados Unidos antes de decidir, en el 2019, que lo haría para la patria de su madre, China. Su decisión propició que en China sea adulada, y acusada de ingratitud y descaro por sus críticos estadounidenses. En público, Gu se niega a reconocer los aspectos políticos de la situación y prefiere repetir su mantra favorito: “Soy estadounidense cuando estoy en EU y china cuando estoy en China”.

Gu está, a su manera, intentando tanto resucitar el ideal de unas olimpíadas apolíticas como mostrando que ese ideal es -y siempre ha sido- un sueño. En vez de procurar excluir la política, las autoridades olímpicas debieran fomentar el papel de los Juegos como alternativa a la guerra. Los boicots diplomáticos, al igual que las sanciones económicas, dañan los vínculos entre los países y, a diferencia de lo que afirma la teoría aceptada, insensibilizan a la gente contra las opiniones de los demás. Esto hace que la política resulte imposible o, al menos, más difícil.

Me hubiera gustado que el presidente estadounidense Joe Biden, el presidente ruso Vladímir Putin y el presidente ucraniano Volodímir Zelenski hubieran viajado a Beijing a alentar a los atletas de sus países y, además, conversar informalmente entre ellos y con Xi. Si eso hubiera ocurrido, estaríamos más lejos de una posible guerra en Ucrania.

El autor

Miembro de la Cámara de los Lores británica, es profesor emérito de Economía Política en la Universidad de Warwick.

Únete infórmate descubre

Suscríbete a nuestros
Newsletters

Ve a nuestros Newslettersregístrate aquí

Últimas noticias

Noticias Recomendadas

Suscríbete