Buscar
Opinión

Lectura 7:00 min

De Oppenheimer a Fauci

La película Oppenheimer sirve como recordatorio de un momento histórico único, en el que científicos, formuladores de políticas y políticos estaban alineados en la búsqueda de un objetivo compartido. La hostilidad dirigida hacia Anthony Fauci por su papel a la hora de liderar la lucha contra el Covid-19 subraya hasta qué punto nos hemos desviado de este ideal.

CAMBRIDGE – La trama de Oppenheimer, la exitosa película sorpresa de este verano, se parece a una entrega de Star Wars. Un imperio malvado planea aprovechar una fuerza oscura para subyugar a la humanidad. Afortunadamente, las fuerzas del bien dominan la tecnología antes que el enemigo, lo que garantiza la victoria. Pero el esfuerzo es extremadamente costoso y movilizar los recursos necesarios requiere una inversión masiva y destreza organizativa. En otras palabras, requiere política.

La descripción que hace el director Christopher Nolan del Proyecto Manhattan durante la Segunda Guerra Mundial captura un momento histórico único en el que científicos, formuladores de políticas y políticos se alinearon en la búsqueda de un objetivo común. Albert Einstein había informado al entonces presidente estadounidense, Franklin Delano Roosevelt, que la Alemania nazi estaba trabajando en una nueva y poderosa arma nuclear. Roosevelt, en respuesta, reclutó a Robert Oppenheimer para dirigir un equipo de científicos de gran talento, muchos de los cuales eran refugiados europeos que huían de regímenes fascistas, y nombró al teniente general Leslie Groves para encabezar el esfuerzo militar de apoyo.

A pesar de sus diferentes orígenes y valores, Oppenheimer y sus científicos cooperaron con Groves y sus tropas para lograr su objetivo compartido, superando incluso las expectativas más optimistas. Al desarrollar la bomba antes que los nazis, desempeñaron un papel fundamental para asegurar la victoria de los aliados.

Pero la alianza entre la comunidad científica y el gobierno de Estados Unidos pronto se tornó acre, cuando los científicos lidiaron con cuestiones morales planteadas por su trabajo, especialmente después de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki. Un científico, Klaus Fuchs, proporcionó a la Unión Soviética información altamente clasificada sobre el Proyecto Manhattan, y Oppenheimer se opuso al desarrollo de la bomba de hidrógeno. Posteriormente, la confiabilidad de Oppenheimer fue puesta en duda, lo que llevó a los políticos a revocar su autorización de seguridad y sacarlo del programa nuclear.

La película, particularmente su desenlace, podría interpretarse como una alegoría de la tumultuosa relación entre ciencia y política. A principios de 2020, los científicos nos informaron que se estaba produciendo una pandemia mundial y, en un esfuerzo extraordinario, desarrollaron una vacuna eficaz en un tiempo récord. Por el contrario, las advertencias de los científicos sobre la amenaza del calentamiento global y sus explicaciones sobre lo que se debe hacer para mitigar sus efectos más devastadores fueron en gran medida ignoradas durante décadas.

Existe un extraño parecido entre Oppenheimer y Anthony Fauci, exdirector del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas, quien ayudó a liderar la respuesta del gobierno de Estados Unidos al Covid-19. Fauci se convirtió en objeto de numerosas teorías de conspiración y ataques políticos por parte de políticos republicanos y expertos conservadores, los mismos políticos y expertos que afirman que el cambio climático es un engaño.

Sin duda, este problema no es nuevo ni se limita a Estados Unidos. El dictador soviético Joseph Stalin desafió al establishment científico y apoyó la falsa teoría de Trofim Lysenko de que los rasgos adquiridos podían heredarse, devastando la agricultura soviética y matando de hambre a millones de personas. En China, la Revolución Cultural de Mao Zedong apuntó a profesores y expertos universitarios, calificándolos de “enemigos de clase”. Por el contrario, el apoyo del líder soviético Nikita Khrushchev a los científicos allanó el camino para que la URSS desarrollara bombas de hidrógeno, lanzara el satélite Sputnik 1 y convirtiera a Yuri Gagarin en el primer ser humano en el espacio.

Thabo Mbeki, que sucedió a Nelson Mandela como presidente de Sudáfrica, negó tristemente que el sida fuera causado por el virus VIH, lo que provocó la pérdida de cientos de miles de vidas. Hugo Chávez, de Venezuela, pensó que podía dirigir la petrolera estatal PDVSA sin sus profesionales más capaces, despidiendo a 18,000 empleados y destruyendo efectivamente la empresa que había sido responsable de gran parte del crecimiento económico del país.

La complicada interacción entre experiencia y política se debe en parte al hecho de que los expertos poseen habilidades valiosas que no pueden emplearse sin su consentimiento. Esto les da el poder de abstenerse de proyectos cuyos objetivos no respaldan. Por ejemplo, el esfuerzo por vencer a la Alemania nazi para convertir el átomo en un arma recibió un apoyo casi unánime de los científicos, en contraste con la decisión de lanzar bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki, o de desarrollar la bomba de hidrógeno, significativamente más destructiva, sin un peligro claro y presente.

Si bien los expertos pueden proporcionar orientación útil respecto de decisiones políticas difíciles, su papel puede ser muy controvertido. Contener la propagación del Covid-19 requirió un cierre económico temporal pero inmensamente costoso. La lucha contra el cambio climático requiere un abandono igualmente perturbador y costoso de los combustibles fósiles. Estas decisiones implican compensaciones difíciles, inciertas e inherentemente políticas. Sopesar las tasas de infección por Covid-19 con la posible pérdida de días escolares, por ejemplo, no es simplemente una cuestión técnica; es una elección social entre dos prioridades en conflicto.

Los expertos desempeñan un papel fundamental a la hora de comprender la naturaleza de estas compensaciones. Pero su inclinación natural a formarse opiniones sobre el mejor curso de acción a menudo los lleva más allá de su área de especialización y al ámbito de la toma de decisiones políticas. Los epidemiólogos, por ejemplo, pueden explicar las consecuencias para la salud de reabrir las escuelas durante una pandemia. Pero sus conocimientos sobre cómo el cierre de escuelas afecta los resultados educativos de los estudiantes o cómo la sociedad debería valorar estos objetivos contradictorios son limitados.

Fundamentalmente, la mayoría de los científicos y expertos no están motivados por el dinero. Más bien, obtienen satisfacción del proceso de descubrimiento en sí y del reconocimiento social que reciben. El éxito de la prestigiosa unidad de inteligencia 8200 de las Fuerzas de Defensa de Israel, por ejemplo, puede atribuirse en parte a la alta estima que se tiene a sus miembros y veteranos, lo que facilita atraer y retener a los mejores talentos.

Independientemente de las tendencias políticas, una sociedad que no reconoce el valor de sus expertos pierde sus conocimientos y reduce el número y la calidad de los futuros especialistas. De manera similar, una comunidad científica que desdibuja la distinción entre conocimiento y toma de decisiones corre el riesgo de perder la confianza de la sociedad. Si bien fomentar una relación positiva entre ciencia y política es sin duda un desafío, los beneficios potenciales son enormes.

*El autor es exministro de Planificación de Venezuela y execonomista jefe del Banco Interamericano de Desarrollo, es profesor de la Harvard Kennedy School y director del Harvard Growth Lab.

Temas relacionados

Únete infórmate descubre

Suscríbete a nuestros
Newsletters

Ve a nuestros Newslettersregístrate aquí

Últimas noticias

Noticias Recomendadas

Suscríbete