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Opinión

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¿Todas y todos somos Tren Maya?

En estos días, grandes anuncios nos aseguran que “Todas y Todos somos Tren Maya”. Acompañada de fotografías de paisajes selváticos con imágenes alusivas a la cultura maya, esta afirmación pretende incluirnos en un proyecto federal  de desarrollo que, presume el gobierno, será concluido en septiembre y traerá grandes beneficios a la población de la península. Lo que oculta el triunfalista discurso oficial es que esta obra es un monumento al despilfarro y  quizá la prueba más contundente del abismo que separa las promesas presidenciales de los hechos.

Desde sus inicios, el Tren Depredador fue cuestionado por la falta de plan estratégico en distintos tramos, por la ausencia de Medición de Impacto Ambiental (MIA) y, luego, por graves denuncias de corrupción, despojo, abuso de poder y potencial ecocidio. Este año, la Auditoría Superior de la Federación detectó irregularidades por casi 800 millones de pesos,  ¿perdidos? en pagos excesivos, no justificados, pagos por obras mal hechas y desfalcos. Esto en una obra cuyo costo rebasa ya el medio billón de pesos (IMCO, dic. 2023). ¿Somos entonces todas y todos corruptos?

Al principio, la atención se fijaba en el trazo del Tren, como si en efecto fuera a comunicar comunidades, selva prístina e invaluables sitios arqueológicos, para “beneficio del pueblo” y de un turismo responsable. Se pasó por alto que el plan incluía “polos de desarrollo”, pequeñas ciudades en las que, era de suponerse, se concentraría la población desplazada por las obras. No sabemos aún qué clase de desarrollo urbano – si alguno–  se haya planeado para estas pequeñas ciudades. Sabemos, en cambio, desde hace tiempo lo que confirmó este domingo un reportaje de Proceso acerca de la voraz adquisición de tierras a bajo o nulo costo de la familia de sólo uno de los funcionarios del gobierno actual: cuando el capitalismo depredador (de cuates o no) pone la vista en un territorio “atrasado”, privilegia los intereses económicos de corto plazo por encima de los derechos y del bienestar de la población, de los derechos de la naturaleza y de la sostenibilidad de la vida.

El desarrollo depredador de Acapulco, en otro de los estados más pobres del país, y la desidia gubernamental ante los destrozos de Otis no dejaban mayor esperanza para el Sureste, pese  a la demagogia que durante casi seis años ha pretendido imponer una imagen paralela de un país feliz, encabezado por un gobierno comprometido y honesto. La realidad, sin embargo, ha resultado aún peor. Además de los despojos y desplazamiento forzoso que se han dado en torno al tren, de las divisiones comunitarias que ya ha creado el megaproyecto y del ecocidio en curso que han documentado valientemente las colectivas Sélvame del Tren y SOS Cenotes, entre otros organismos ambientalistas, y los medios, la participación de la SEDENA en este proyecto resulta por demás preocupante.

  En un sexenio distinguido por la opacidad, se han reservado los costos reales del tren, se ha recurrido al argumento de la “seguridad nacional” para proteger la obra del escrutinio público, se ha desacatado incluso la orden de suspensión definitiva del tramo 5, determinada hace meses por un Tribunal Colegiado Federal para proteger los ríos subterráneos de la brutal contaminación que provocan miles de pilotes.  Para colmo, en Citilcum, Yucatán, la empresa Tren Maya, operada por SEDENA,  amenazó con acusar penalmente a pobladores que protestaron porque las vías separan al pueblo de la escuela a la que asisten sus hijos/as. Para no hacerlo, exigieron que las madres firmaran un documento desistiéndose y comprometiéndose a no volver a protestar (Proceso). Sea un caso aislado o no, es alarmante.  ¿Desde cuándo el derecho a la protesta está prohibido? ¿Acaso el poder militar o el capricho presidencial están por encima de la Constitución? ¿Es éste el “bienestar” prometido?

No, no todas y todos somos corruptos, ecocidas o autoritarios. El Tren Maya es de unos cuantos para muy pocos.

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Es profesora de literatura y género y crítica cultural. Doctora en literatura hispanoamericana por la Universidad de Chicago (1996), con maestría en historia por la misma Universidad (1988) y licenciatura en ciencias sociales (ITAM, 1986).

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