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A toda madre
Hay de madres a madres. No es lo mismo Pelagia, la madre de la novela homónima de Máximo Gorki, que Yocasta, la mamá (y después esposa) de Edipo, el rey de Tebas. O para aclarar – haciendo referencia al antiguo cine mexicano- Sara García y Libertad Lamarque nunca fueron iguales. La primera pasó a la historia como una madre tan gloriosa que se convirtió en un chocolatito de abuela y la segunda como una lánguida, sufriente y tanguera mamá que en la dolorosa filmoteca de su vida fue engañada por un marido tras otro y apartada de sus hijos sin remedio.
Para definir, podríamos ponernos puntillosos, refugiarnos en la Academia y así descubrir que existen muchas definiciones. En el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española nos encontraríamos con que “madre” es un vocablo que viene del latín mater y que significa hembra que ha parido; hembra respecto de su hijo o hijos; título que se da a ciertas religiosas en los conventos, hospitales y casas de recogimiento; una mujer a cuyo cargo está el gobierno en todo o en parte; pero también la matriz en que se desarrolla el feto o la causa, raíz u origen de donde proviene algo.
Buscando en distinto libro y con ánimo nacional (y patriotero) al abrir el Diccionario de Mexicanismos, descubriríamos que “madre” es una cosa insignificante e inútil (‘de regalo me dieron una madre’) o un objeto cuyo uso o función se desconoce, (‘pásame por favor esa madre’); que, antecedido por “a toda”, se refiere a alguien o algo bueno o magnífico (‘Margarita es a toda madre’) y que si está precedido por “hasta la” se refiere a alguien o algo que nos tiene hartos o fastidiados. (‘Estoy hasta la madre de hacer siempre lo mismo’). Pero con nuestras madrecitas, ya lo sabe usted lector querido, éste no es el caso.
Reflexiones históricas y filosóficas sobre las madres hoy –y mañana–son coyunturales. Si se trata de hacer un muy serio, ortodoxo y puntual homenaje habríamos de comenzar con la madre de todas las madres: la virgen María. Su nombre, antes escrito como Myriam, fue conocido desde el Antiguo Testamento y pasó a la devoción católica unida a las creencias en torno a Cristo y como el supremo ejemplo de las maneras y expresiones de la fe. La anunciación a María, es decir las noticias de su santo embarazo, inaugura "la plenitud de los tiempos", según el catecismo, estuvo designada para concebir a aquel en quien habitaría "corporalmente la plenitud de la divinidad" y el tamaño de la misión era tremendo. No por nada es el paradigma de la madre por excelencia: la mejor, la más abnegada, la más bonita, la que tenía el mejor retoño y, por añadidura, la más pura, como todo hijo quisiera fuera siempre la suya. (Quizá aquello de “mi madre es una santa” mucho tiene que ver con su figura).
No olvidemos que hasta los héroes y villanos tienen madre, aunque no lo parezca, gocen de buena fama o no. Olimpia, la madre de Alejandro Magno, por ejemplo, fue la primera esposa en rango, que no en orden, del rey Filipo II de Macedonia. Tuvo un hijo grandioso, pero era una mujer violenta, neurótica y supersticiosa, que incluso pecaba de arrogancia afirmando que su hijo era un semidios pues a ella, el mismo Zeus la había preñado. Bajo su mandato, y por sus órdenes, fueron asesinados varios. Ya no por maldad, dicen sus fanáticos, sino porque en aquellos tiempos era adecuado llevar una política de eliminación de posibles rivales y evidentes estorbos. Sobre todo, si iban a ir contra su retoño. De este tipo de madres existen muchos ejemplos. Y maneras de llamarlas también.
Lograr un homenaje anual para aquellas que con abnegación mecieron nuestra cuna, no fue una idea mexicana sino la de una estadounidense llamada Ana Jarvis que luchó con entusiasmo para lograr que las progenitoras de todos (y de todas) fueran reconocidas. El segundo culpable de la existencia del Día de la Madre fue Rafael Alducín, director del antiguo periódico capitalino Excélsior, que en 1922 acogió con entusiasmo la idea de señalar un día del año preciso para rendir merecido homenaje a las madrecitas mexicanas. Y fue justo el 10 de mayo.
Para ellas, hermosos homenajes y las mejores palabras: “Jamás en la vida encontraréis ternura mejor y más desinteresada que la de vuestra madre”, dijo el escritor francés Honorato de Balzac; “Todo lo que soy o espero ser se lo debo a la angelical solicitud de mi madre”, apuntó en un sentido discurso Abraham Lincoln; Alejandro Dumas dijo que las madres perdonan siempre porque han venido al mundo para eso y Napoleón afirmaba que el porvenir de un hijo es siempre obra de su mamá. A las madres, ya deberíamos de saberlo todos, no se les define, no se les acusa y no se les entiende. Porque ya sabemos cómo son y nos queda muy claro que no hay, no hubo y no habrá mejor madre en el mundo que la nuestra. ¿O no?