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Opinión

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Para vivir con el virus por un buen rato

Foto: Reuters

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Hasta hace seis meses, hablábamos de huracanes y cambio climático como fuerzas disruptivas en la organización política del planeta. Teníamos en mente grandes zonas urbanas devastadas por fuertes vientos y enormes cantidades de agua, gigantescos glaciares convirtiéndose en cubitos de hielo, extensas superficies agrícolas azotadas por la falta de humedad y el cambio de temperatura. La tierra en desequilibrio, el hombre en peligro y una adolescente famosa por recordarlo enfurecida.

Como siempre, nos estábamos perdiendo parte del panorama. La naturaleza puede cambiar el rostro de nuestro planeta con fenómenos gigantescos (causados por nosotros o por las placas tectónicas), pero también puede destruirnos con algo tan pequeño como una proteína, que no atino a comprender cabalmente qué tan pequeña es pero que lo es mucho, muchísimo más que una célula o una bacteria. Esa proteína rodea, protege y esconde un virus que ni siquiera un ser vivo es, para colarlo entre nuestras células y cerrar todos los Starbucks del planeta.

Pienso en ello al leer que Tedros Adhanom, director general de la Organización Mundial de la Salud, advierte que en los países donde había control (donde se había aplanado la curva, diría el sub), hay rebrotes. Eso significa, dice Adhanom, que este virus estará con nosotros mucho tiempo. Pienso en él como un optimista: bien podría aterrorizarnos con la posibilidad de nuevos virus o un covid mutado y mucho más letal. No lo hace y por lo pronto la reflexión es sobre este virus a mediano plazo. El rostro de nuestro planeta cambiará. No fue un terremoto. Es un compuesto bioquímico el que raja de arriba a abajo los discursos políticos hegemónicos, los anhelos sociales e incluso esa cosa que habíamos empezado a llamar posverdad.

El virus llegó a recordarnos que nuestros planes son fatuos, que la deuda contratada a 20 años en CETES, diseñada por los prospectivistas económicos mejor preparados de Harvard, no tiene todas las variables consigo. Pero quizá más grave que darnos cuenta de la ingenuidad de hacer planes es constatar que este virus le pegó a la forma de vida que ha hecho exitosa a la civilización contemporánea: el comercio, el consumo y la aglomeración.

El mundo después de las epidemias siempre ha salido distinto. ¿Cómo cambiará el nuestro cuando pase el infierno? ¿Qué tipo de gobiernos buscaremos después del control público, el desempleo masivo, la escasez, los muertos y la inseguridad? ¿Cómo transformará el virus que vino  -y la conciencia de que otros vendrán-, las estructuras políticas, sociales, educativas, económicas y médicas que hoy tenemos? ¿La forma de nuestros hogares? ¿La diversión en cantinas?

Ya sé, estamos en medio del huracán y las preguntas importantes (sobre todo la de la cantina) todavía no tienen espacio. Hoy nos sobrecogen las decisiones del Presidente mexicano, nos asombran los buquetanques atorados con petróleo en altamar, nos preocupa que faltan camas, que Donald Trump está por lograr su sueño de blindar su territorio, que el Banco de México puso una inyección para créditos o que en la Ciudad de México ya no circulan todos los días los autos nuevos. En esas estamos, inquietos por el desempleo, la seguridad, el hambre que puede llegar, la escasez que se anuncia y la salud de nuestros pulmones.

Pero oigan, en algún momento tendremos que hacer y responder preguntas de largo plazo para seguir aquí de otra forma, en un planeta distinto, listos para vivir por un buen rato con este virus o con otro.

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