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Opinión

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Regalar lo que se dice

“Tristes los tiempos que corren”, escribía el maestro Ignacio Manuel Altamirano refiriéndose, en sus crónicas periodísticas, a las costumbres navideñas de la Ciudad de México a finales el siglo XIX. Perplejo ante la profusión de alcohol, desmanes, excesos y desveladas, a que ya todo era muy distinto a lo que había intentado plasmar cuando había escrito, en 1861, Navidad en las montañas. Se daba cuenta, lector querido, que nunca más podría escribir un párrafo como el que sigue:

“¿Quién que ha nacido cristiano y que ha oído renovar cada año, en su infancia, la poética leyenda del nacimiento de Jesús no siente en semejante noche avivarse los más tiernos recuerdos de los primeros días de la vida? Yo ¡ay de mí! al pensar que me hallaba, en este día solemne, en medio del silencio de aquellos bosques majestuosos, aun en presencia del magnífico espectáculo que se presentaba a mi vista absorbiendo mis sentidos, embargados poco ha por la admiración que causa la sublimidad de la naturaleza, no pude menos que interrumpir mi dolorosa meditación, y encerrándome en un religioso recogimiento, evoqué todas las dulces y tiernas memorias de mis años juveniles. Ellas se despertaron alegres como un enjambre de bulliciosas abejas y me transportaron a otros tiempos, a otros lugares; ora al seno de mi familia humilde y piadosa, ora al centro de populosas ciudades, donde el amor, la amistad y el placer en delicioso concierto, habían hecho siempre grata para mi corazón esa noche bendita.”

Y mire que todavía no llegaba a nuestro país la figura del viejito rubicundo, barbado y regordete que lanzando terroríficas carcajadas – y conducido por renos, animales que no aparecen en la zoología nacional– obsequiaba regalos a los niños bien portados. (Seguramente habría escrito, como desde hace mucho de estila, que Santa Claus es una demostración innegable del imperialismo yankee y el símbolo de todo lo frívolo, lo plástico y lo comercial que conllevan las Navidades).

Sea lo que sea y digan lo que digan, hay algo que no puede negarse: llegó la época de los cascabeles, las campanitas y el olor a pino, también la de cierta melcocha que permea las palabras, las acciones compasivas y los regalitos. Nunca como en diciembre, uno se pone a pensar tan seriamente en los vicios y virtudes de los demás frente a los aparadores de las tiendas o la pantalla del cajero automático. Y es que los regalos que uno obsequia pueden tener una variedad semántica interminable. ¿Regalar un chalecito implica la vejez del regalado? ¿Solamente un genuino interés por subsanar un temperamento friolento? O ¿Es (será) un claro indicativo de la falta de originalidad o de aguinaldo?

Muchos dirán, por supuesto, que los bienes materiales nada tienen que ver con esta época piadosa y deprendida, que lo que importa es lo de adentro y que no por nada a Jesús lo llamaban el Rey pobre. Sin embargo, existe –no lo niegue– la obligación o las ganas de regalar algo realmente significativo.

Entonces, puede que llegue la gran idea de hacer algo a mano. Tejer el chal uno mismo, rescatar las flores de migajón que tan amorosa y ociosamente hacían nuestras abuelas, ensayarse como pintor y fabricar un cuadrito original o hacer una tarjeta llena de diamantina con una enorme nochebuena. Y parecería, entonces, que el asunto está arreglado.

Pero siempre nos toparemos con la parte más difícil: las palabras que uno va a escribir en la tarjeta y son parte del regalo. A este respecto, algunas sugerencias:

1)    No hable de virtudes teologales.

2)    No confiese un amor o una amistad que no existen.

3)    No compare al festejado con ningún cuerpo celeste, ya sea un ángel, una estrella o una nube.

4)    No copie frases hechas lamentables (como aquella de “si amas algo, déjalo libre si regresa es que siempre fue tuyo y si no, que nunca lo fue”).

5)    No se erija en predicador o taumaturgo; es decir, no presienta o invoque los tiempos que vendrán y les asegure a todos una felicidad interminable.

Si de todos modos la necesidad de decir verdades es mucha y considera que no hay mejor regalo que un epigrama, recurra a los clásicos. Regale, por ejemplo, un libro, el de Máximas de François La Rochefoucauld que, además de haber nacido en diciembre y escribir muy bien, sabía que el egoísmo natural de los hombres es la esencia de toda acción, y que el autoengaño, la medicina que todo mundo se autorreceta.

Piense, lector querido, que el obsequiado con tan buen regalo, cada vez que lea alguna de las frases, puede aprender algo de provecho. ¿Ejemplos?: “El verdadero amor es como los espíritus: todos hablan de ellos, pero pocos los han visto”; “Todo el mundo se queja de no tener memoria y nadie se queja de no tener criterio”; “El deseo de parecer listo impide el llegar a serlo” y, como para escribir en la tarjeta: “La verdad no hace tanto bien en el mundo, como el daño que hacen sus apariencias”.

Puede cerrar con su nombre.

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