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Ofensiva canadiense

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OpiniónEl Economista

Una de las citas para cenar más importantes en la carrera política del primer ministro canadiense Justin Trudeau ocurrió la semana pasada en Palm Beach, Florida. Se reunió con Donald Trump y se convirtió en el primer mandatario en visitarlo en su calidad de presidente electo de los Estados Unidos. La visita de Trudeau a Mar-a-Lago fue de un simbolismo poderoso y un indicador claro de que la estrategia canadiense ante las amenazas arancelarias del trumpismo consiste en hacer concesiones a las demandas estadounidenses. 

Como suele ocurrir con este tipo de reuniones, los detalles del diálogo son limitados y lo más destacado por la prensa fueron las ideas exóticas de Trump, como la sugerencia—más bien provocación—de que Canadá se convierta en el estado número 51 de la unión americana. Aunque funcionarios canadienses han subrayado con sus pares estadounidenses el contraste con México en el manejo de la migración y la seguridad fronteriza, la realidad es que Canadá, como nuestro país, no ha obtenido absolutamente ninguna garantía de que Trump no vaya a imponer aranceles a sus exportaciones.

Sin embargo, Trudeau logró lo que México no: establecer una conexión personal con Trump y miembros clave de su próximo equipo, incluidos Howard Lutnick, Mike Waltz y Doug Burgum, candidatos a secretario de Comercio, asesor de Seguridad Nacional y secretario del Interior, respectivamente. No sólo eso, el gobierno canadiense también tiene más información sobre Trump 2.0, desde demandas específicas, hasta su temperamento impredecible en el contexto de una conversación distendida durante una cena posterior al día de acción de gracias, —un escenario distinto a la rigidez típica de una reunión de trabajo en una oficina. Sólo por este acercamiento, Canadá tiene una ventaja sobre el resto.

Al igual que México, Canadá es uno de los países más vulnerables a los arrebatos proteccionistas de Trump debido a la profunda integración de su economía con la estadounidense. Desde el Tratado de Libre Comercio entre Canadá y Estados Unidos de 1989, que luego evolucionó al NAFTA y hoy al T-MEC, Canadá depende enormemente de su vecino del sur.

El desafío de Canadá en las negociaciones es enorme porque carece de mercados de exportación alternativos significativos fuera de Estados Unidos. Si bien para México el sector automotriz es uno de los ejes críticos de la relación comercial, para Canadá lo es el energético, especialmente el petróleo y el gas. Alrededor del 60% de las importaciones estadounidenses de petróleo fluyen a través de oleoductos desde Canadá, lo que representa el 97% de las exportaciones de crudo canadiense según el último dato disponible. De hecho, y a pesar de que Estados Unidos ha vuelto a ser el principal productor de petróleo, buena parte de sus refinerías están diseñadas para procesar crudo pesado proveniente de Alberta, Canadá, y no el petróleo más ligero del fracking estadounidense.

A esto se suma un escenario político interno complicado para Trudeau, señalado por varios analistas. Con elecciones federales a la vuelta de la esquina y niveles de desaprobación altísimos—67% según Polling Canada—, el primer ministro enfrenta presiones de gobiernos provinciales, especialmente los conservadores de Alberta y Ontario. Estos premiers han abogado por un tratado de libre comercio bilateral con Estados Unidos, dejando a México fuera de la ecuación.

Esta coyuntura explica la ofensiva canadiense y su reciente distanciamiento de México. Para nuestro país, el enfriamiento con Ottawa no augura nada positivo. Por el contrario, lo deseable sería un diálogo más fluido y coordinado con Canadá, incluso la creación de un frente común frente a las políticas de Trump. La situación sería harto distinta si, al menos, contáramos una línea directa de comunicación para entender cómo fue esa interacción inicial en Mar-a-Lago

Por supuesto, que esto parece más un deseo idealista de mi parte que otra cosa. El frente canadiense está en un segundo plano y la representación diplomática del país en Canadá —en manos de un exgobernador con un inglés deficiente— es prueba de este descuido. En vísperas de una segunda presidencia de Trump, la relación entre México y Canadá no puede seguir dependiendo del azar. Como mínimo, el gobierno mexicano debería prestar atención a quién asumirá el cargo de embajador canadiense en México, especialmente ahora que Graeme Clark —un aliado de nuestro país— está por concluir su misión. No es opcional, sino estratégico.

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