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¿Será Estados Unidos la próxima Unión Soviética?
La agenda política del presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, si se promulga, inevitablemente sembrará las semillas de una nueva ola de descontento, protestas y teorías conspirativas. Una dinámica similar se asentó en la URSS en la década previa a su colapso.
PRINCETON. En 1987, el historiador Paul Kennedy publicó su influyente bestseller: El ascenso y la caída de las grandes potencias, que se centraba en el tema de la extralimitación imperial y concluía con una mirada a la Unión Soviética y a los Estados Unidos, las dos grandes potencias de la época. En apenas unos años, la Unión Soviética se derrumbó, abriendo la puerta para que Estados Unidos emergiera como la única potencia completamente dominante del mundo. Sin embargo, dados los acontecimientos recientes, tal vez sea hora de desempolvar el libro de Kennedy y reconsiderar sus lecciones.
En julio de 2020, en medio de la pandemia, escribí un comentario preocupado titulado “La América soviética tardía”. Nos estábamos acercando al final del primer mandato del presidente Donald Trump y temía que Estados Unidos estuviera atrapado en una rutina sin esperanza. Aunque el país tenía una enorme reserva de talento y energía, el sistema político era disfuncional. Los dos partidos principales eligieron a sus candidatos de manera antidemocrática (ya que el proceso de primarias estaba prácticamente atrofiado) y los cheques de estímulo a gran escala parecían haberse convertido en el método preferido para ganar popularidad política.
En este contexto, el cambio de Trump al presidente Joe Biden no tuvo mucha importancia. Estados Unidos no tenía un estado unipartidista al estilo soviético, pero tampoco tenía mucha democracia interpartidaria o intrapartidaria. Los votantes todavía se sentían perjudicados y el gasto a gran escala todavía se consideraba la clave del éxito electoral y la estabilidad social. Estados Unidos parecía destinado a permanecer en su etapa tardía de la era soviética.
El colapso soviético se produjo en dos etapas, con una gerontocracia inmóvil que dio paso a un intento equivocado de reforma radical y disruptiva. Cuando Konstantin Chernenko se convirtió en secretario general del Partido Comunista en 1984, ya tenía 72 años. Había sucedido a un Leonid Brezhnev senil y a un Yuri Andropov enfermo, pero él mismo estaba tan decrépito que le costó leer el panegírico en el funeral de Andropov. Después llegó Mijail Gorbachov, que prometió rejuvenecer la URSS rompiendo las cadenas de la vieja burocracia con la perestroika (reforma económica) y la glásnost (apertura y transparencia). Pero el esfuerzo por barrer con el viejo modo de pensar desató fuerzas centrífugas, especialmente nacionalismos reprimidos, que pronto arrasaron con la propia Unión Soviética.
Hoy, especialmente en Rusia, muchos analistas están aplicando este análisis de la decadencia soviética a los Estados Unidos. Figuras prominentes comparan a Trump con Gorbachov, cuyas reformas destrozaron la URSS. Si bien Trump es mucho mayor que Gorbachov, él también es un insider que se presenta como un outsider, como alguien que romperá el sistema.
Después de camuflar su proyecto revolucionario durante la campaña, Trump ahora está dejando claras sus intenciones. Como cualquier movimiento político exitoso, su movimiento “Make America Great Again” (MAGA) triunfó al construir una coalición. Los estadounidenses de clase trabajadora (incluidos un mayor número de votantes asiáticos, hispanos y negros) a los que les gustó el mensaje antisistema de Trump se unieron a empresarios tecnológicos muy influyentes y ultrarricos que tienen sus propias ideas sobre cómo transformar el país.
No es sorprendente que esta coalición ya esté mostrando signos de tensión. El problema más obvio es que muchos de los remedios propuestos por Trump conducirán inevitablemente a la inflación, el mismo problema que hundió al presidente Joe Biden. Los aranceles nuevos y más altos aumentarán inmediatamente el costo de la vida, y cualquier intento serio de arrestar y deportar a 11 millones de inmigrantes indocumentados creará estragos y nueva escasez de mano de obra en la agricultura, la construcción y centros de distribución cruciales.
Del mismo modo, recortar la burocracia de la manera que imaginan Elon Musk y Vivek Ramaswamy –a través del nuevo Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE)– dejaría a un gran número de estadounidenses en la calle. (Es poco probable que estos trabajadores desplazados se lancen a trabajar en el campo, donde los salarios son bajos). Así, mientras que el futuro más brillante sigue siendo solo una promesa vaga, los costos y el sufrimiento que se avecinan son fácilmente evidentes.
Quienes hablan en nombre de Silicon Valley también sueñan con liberar la inteligencia artificial para impulsar la productividad y, por ende, los ingresos de los trabajadores menos calificados. La idea no es descabellada a primera vista. Hay evidencia empírica de que la IA ha precipitado al menos el primer impulso en los centros de llamadas. Las ganancias de productividad en otras áreas, como la atención médica y el cuidado de los ancianos, son claramente posibles. Pero ni esta filosofía revolucionaria “aceleracionista” ni sus posibles aplicaciones han sido puestas a prueba a gran escala. Además, la visión de Silicon Valley se basa en un mundo conectado globalmente en el que Estados Unidos ha sido el actor dominante.
Así, mientras Musk se adhiere plenamente al proyecto de Trump de disrupción total, su propia visión, paradójicamente, combina la tecnología con el statu quo “globalista”. “El statu quo está llevando a Estados Unidos a la bancarrota”, sostiene, “así que necesitamos un cambio de una manera u otra”. Musk aplaude con razón la terapia de choque del presidente argentino Javier Milei de eliminar los aranceles y abrir la economía argentina, pero todos sabemos que “arancel” es la palabra favorita de Trump. Ya hemos visto cómo se resolverá esta tensión obvia.
En una nota más optimista, la retirada estadounidense, por sí sola, no puede provocar un colapso comercial global al nivel de la Gran Depresión, ya que Estados Unidos representa solo el 13.5% de las importaciones mundiales. Por supuesto, otros países pueden tomar represalias o simplemente tratar de imitar a Trump, pero cuanto más caótico sea Trump, menos probable es que encuentre imitadores. Basta con observar el efecto disuasorio que tuvo el Brexit en otros euroescépticos, o lo ansiosos que estaban la mayoría de los estados sucesores soviéticos de adoptar una mentalidad diferente.
Por lo tanto, parte de la coalición trumpiana quiere el globalismo, y la otra parte lo rechaza. La ironía es que este último bando será el que más sufrirá con los intentos de replegarse sobre sí mismo. La agenda política de Trump, si se implementa, inevitablemente sembrará las semillas de una nueva ola de descontento, protesta y teorías conspirativas.
La misma descripción se aplica a la experiencia postsoviética en los últimos años del siglo XX. Los cambios abruptos y rápidos solo condujeron a disrupciones, y todos los perjudicados por ellos se sumaron a la siguiente cohorte de alienados. Una dinámica similar parece estar tomando forma en Estados Unidos. La Rusia de hoy ciertamente espera que así sea.
El autor
Harold James, profesor de Historia y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton, es el autor, más recientemente, de Seven Crashes: The Economic Crises That Shaped Globalization (Yale University Press, 2023).
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