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Capital Humano

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¡Primero los pobres!: La tarea de Capital Humano

Estamos en un momento en que las empresas, y las áreas de talento, debemos dar un salto relevante hacia problemas sociales como la pobreza y las barreras de acceso a la educación. Nuestros programas de talento deben ser amplios e inclusivos, deben ser además arriesgados.

Foto: Shutterstock

Coincide este momento con aquél en el que las empresas están calculando su fin de año, calculando resultados, incentivos y bonos y planeando los indicadores claves de éxito para el año 2022.

Esto naturalmente incluye a las áreas de Capital Humano, las cuales probablemente estarán revisando su costo laboral, sus programas de reestructura, los planes de aceleración del liderazgo y todo eso que dejamos para “el año entrante”.

Y muy probablemente, como el año pasado, dejamos de lado lo que no hicimos ni este año ni el año pasado: servir como palanca para el desarrollo del país a través de las fuentes de empleo.

Si miramos los consejos de administración de las 50 principales empresas del país son claras tres cosas: las mayorías las hacen los hombres, los consejeros vienen generalmente de las mismas ciudades y en su mayoría son de las mismas universidades. Ahora bien, estas mismas empresas sirven a un mercado diverso, de todas partes de la República y que, consecuentemente, en su mayoría son pobres.

No se trata para nada de un discurso reivindicativo de clase, sino una invitación a la acción respecto de lo que podemos hacer desde las áreas de Capital Humano, somos de alguna manera quienes operamos la fuerza de la empresa referente al empleo. Y en eso, reconozcamos, nos hemos quedado cortos.

La búsqueda de talento de universidades fuera de las cinco o seis principales se ha convertido en una barrera de exclusión inmensa, no del acceso a las empresas, sino hacia la gerencia media. No pocas áreas de reclutamiento o profesionales de Recursos Humanos reciben del mandato de contratar a personas de la universidad X,Y o Z y con maestría en la 1 o 2. Es más, tenemos el descaro público de hacer programas de liderazgo para precisamente personas de esas universidades eliminando de un tajo a 96% de los profesionales que se gradúan en el país.

Claro, para puestos operativos, para los centros de contacto y la base organizacional sirven de maravilla, y además son locales. Hacemos caso omiso por completo a la necesidad de crecimiento de esas otras personas y condenamos a las empresas al mismo error del continente: dejamos el privilegio a las élites.

De ninguna manera estoy condenando a esas instituciones educativas, a las empresas o a los profesionales, me estaría condenando a mi mismo. El planteamiento es diferente, es más a manera de desafío o reto respecto de lo que nos viene en el resto de la década.

Hemos comentado que la barrera más importante de inclusión es la pobreza, y que el mecanismo más efectivo para romper esa brecha de manera estructural es la educación. Eso es un imperativo categórico vigente y claro, pero pareciera quedarse corto.

Si alguien logra cruzar el puente de la educación, se encuentra con la implacable barrera del crecimiento, de un filtro de clase que por el origen de su educación le impide crecer y pasa esto de generación en generación.

Mientras se ven programas de carrera y ferias universitarias en algunos lugares, donde las empresas de siempre se rapan los mejores promedios para sus programas de desarrollo acelerado, se ven corredores vacíos en universidades –particularmente fuera de los centros urbanos– donde a duras penas hay una bolsa de empleo raquítica.

Estamos en un momento en que las empresas, y las áreas de talento, debemos dar un salto relevante hacia estos problemas sociales. Nuestros programas de talento deben ser amplios e inclusivos, deben ser además arriesgados –buscar al talento en todas partes sin pausa y no quedarnos con la selección simple de algunos lugares y el mismo tipo de profesionales–. No cabe duda, hay centros educativos lamentables y de mala calidad, pero ello no hace que las personas lo sean".

Este movimiento de inclusión genera un círculo virtuoso, donde esos mismos profesionales, que conocen a sus pares, pueden traer talento extraordinario. Y no se trata de una simple inclusión, se trata de un plan de crecimiento de formación, de aceleramiento, de compromiso con estos profesionales.

No hago referencia a programas asistenciales donde se pretende que jóvenes construyan futuros cortos con auxilios que alcanzan apenas para el transporte. Ésta es una labor de la industria privada: incluir de manera efectiva y a propósito a profesionales de todos los orígenes dentro de sus fuerzas gerenciales y directivas.

Pero debemos ir un paso más allá, más arriesgado, pero con certeza más próspero: el de dejar de exigir requisitos académicos para ocupar posiciones. Suena radical, pero está lejos de serlo. En un país donde hay escasas opciones de educación profesional hay cantidades de experiencia. Mecánicos empíricos que han manejado una máquina por años con certeza pueden ser supervisores; cajeros de tienda con días y días de experiencia pueden ser líderes de la misma; repartidores de marcas pueden ser gerentes de ventas.

No se trata de eliminar el valor de la educación, pero sí de entender que ya no sólo se aprende en las aulas, que nuestra fuerza laboral es informal y que aprende haciendo, trabajando y perseverando. Se trata de entender que esa fuerza laboral tiene un derecho a crecer a la gerencia, a la dirección y a los consejos de administración.

Estamos ya tarde, pero no hay necesidad de tardarse más.

A todos gracias por su compañía y sus opiniones, que el próximo sea para ustedes un año lleno de cosas bonitas.

Tiene una carrera de más de 30 años en áreas de Recursos Humanos en las industrias de consumo masivo, aviación y de servicios financieros. Hoy es Director de Capital Humano de Alpura. Es abogado con estudios de ciencia política y desarrollo humano en Cornell University, University of Notre Dame, University of Asia and the Pacific, Pontificia Universidad Javieriana y el ITESM. Es consultor, autor y profesor universitario.

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