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La Navidad y el consumismo capitalista

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OpiniónEl Economista

La Navidad es una festividad nocturna, y no solo porque los adornos navideños lucen precisamente en la oscuridad, o porque las cenas sean las formas más comunes de reunión, o porque los días sean los más cortos del año. Es una fiesta nocturna porque la noche cambia su valencia simbólica y deja de ser el escenario de los terrores nocturnos para ser el tiempo de la esperanza y la renovación. En Navidades las noches dejan de ser el final y se convierten en principio.

En Roma y durante esas mismas fechas se celebraba la festividad del Sol invicto que resurgía victorioso tras el avance de las noches en el solsticio de invierno. En la mitología grecolatina, la noche, Nix, hija de Caos, era madre de los gemelos Hipno, el sueño, y Tánato, la muerte. Ciertamente, nada nos espanta más que la noche y la frialdad perpetua del sepulcro, donde tenemos que dejar a los nuestros, rodeados de un frío sin solución ni consuelo. Así que el sol naciente limita el dominio incontestable de la muerte y anuncia, pese a nuestra herida mortal, el resurgir del ritmo y el calor de la vida.

El Talmud judío cuenta que Adán entró en pánico la primera vez que vio ponerse el sol y pensó que todo se había acabado y que la luz y el calor se habían extinguido. Solo después de ese terror original y con el correr de los días comprendió que las mañanas se seguían a las noches y los veranos a los inviernos, y que la aparente victoria de la oscuridad no hacía más que anunciar la venida de la luz y la templanza.

Contra toda apariencia, la noche cerrada estaba más cerca del día que la primera oscuridad del atardecer. En el centro del invierno y seguramente relacionada también con esa experiencia, los judíos celebraban desde tiempos del predominio griego posterior a las conquistas de Alejandro Magno, la llamada Fiesta de las luces o Luminarias cuyo encendido significaba, según unas versiones, la expulsión del invierno y, según otras, la victoria de los macabeos contra los opresores, o bien ambas cosas fusionadas o superpuestas.

Luz y calor

Es difícil estar seguro de que nuestro gusto por engalanar casas y ciudades con adornos que relucen de noche sea completamente ajeno a esos antecedentes en nuestras tradiciones matrices. Sin embargo, la arqueología más remota de nuestras luminarias navideñas y nocturnas hay que buscarla en la domesticación humana del fuego. La luz y el calor del fuego supusieron desde el principio la victoria del hombre, parcial pero significativa, sobre la oscuridad de la noche y el frío del invierno. La noche iluminada por el fuego es la señal de la civilización humana del planeta. Desde entonces y por el efecto del fuego, al mundo se le abrió un adentro a salvo de las bestias, la noche y el invierno; un adentro a donde los hombres podían volver y reunirse a salvo para renovarse y poder salir juntos al mundo y su intemperie, que ya no era ni la única ni la última palabra en el mundo. Ciertamente, los días se siguen entre sí como las estaciones del año y como las vigilias diurnas a los sueños nocturnos.

Poder volver es poder volver a empezar, y eso es también lo que celebramos en Navidad

Sin embargo, esas circularidades a través de los días y las estaciones establecía una confiada tranquilidad tan real como limitada, porque la cosmovisión judía perfiló la idea de un mundo que tenía principio y final. Así que en ese tiempo lineal habrá una noche sin día después, un invierno sin verano y un sueño sin despertar. No solo el mundo, sino todos y cada uno de los hombres y de los seres vivientes caerán bajo el poder frío y oscuro de la muerte del que ningún ciclo natural nos salvará. Así que aquel terror primero y nocturno de Adán no carecía por completo de justificación en este mundo y en este tiempo.

Por eso las fiestas familiares de estos días invernales están penetradas, por una parte, del feliz consuelo de los que pueden volver juntos a la luminosa templanza del hogar, del lugar del fuego; y, al mismo tiempo, del sentimiento de un tiempo que pasa para no volver nunca, y de una vida y un tiempo que pasa sin cesar y en el que la compañía de los seres amados tiene los días contados. Mas mientras los podemos contar –en el límite inventado donde empiezan y acaban los años–, es el pasar mismo del tiempo lo que cabe celebrar porque lo pasamos juntos y mientras lo pasemos juntos.

Poder volver es poder volver a empezar, y eso es también lo que celebramos en estos días: poder volver a estar juntos en el principio; estar vivos y reunidos en el calor y la luz de una noche temporalmente vencida, burlando una ausencia que todavía no ha salido victoriosa. De ahí, la vitalidad dispendiosa que transforma la necesidad en libérrima abundancia, en fiesta. De ahí los cantos y bailes que celebran la mutua presencia de los que pueden compartir un hogar: un mismo lugar templado por el fuego en el centro mismo del poder de la noche, que todavía no se ha cobrado su victoria.

Victoria sobre la noche y la muerte

La idea misma de celebrar –del latín celeber, que significa concurrido y cuyo antónimo es desertus– supone la mutua presencia enaltecida con la forma del reencuentro que se hace ocasión natural para los regalos, es decir, para los presentes mediante los que festejamos el fin de la ausencia y nos hacemos presentes los unos para los otros. En realidad, el deseo de regalar es el movimiento más genuino y expresivo del espíritu cuya naturaleza consiste, precisamente, en poder ponerse a sí mismo como contenido de la comunicación: simultáneamente ofrenda y oferente. Así que la generosidad no es una mera virtud, al menos no principalmente: es mucho más que eso, es la dinámica interna y constitutiva del espíritu cuya naturaleza es comunicación, y cuyo colmo es la comunicación del sí mismo como ofrenda del que se ofrece a otro.

Por la Natividad, la noche deja de ser el escenario del terror, porque desde entonces Dios está presente en el mundo para pasar la vida con nosotros

Es esa generosidad como naturaleza del espíritu la que nos pone en el principio que nos deja volver a empezar juntos. En realidad, nadie tiene a dónde volver si no hay un lugar en el mundo constituido con la forma de esas relaciones cuya radicalidad no tolera los usos condicionales de la libertad: el amor, el perdón o la promesa solo bajo ciertas condiciones no les deja ser lo que son en realidad. En sentido estricto, solo se puede volver al lugar abierto por disposiciones y relaciones incondicionales, que se sobreponen y persisten a través del tiempo y de las circunstancias. Solo se puede volver a casa, decía Rafael Alvira. Y la casa es el lugar al que se vuelve porque allí siempre se puede volver a empezar, pues a uno se lo espera incondicionalmente, con un perdón y un amor incondicional. A los demás sitios se regresa o retorna, pero volver, en sentido exacto, solo se puede volver a casa.

No puede extrañar que sea el nacimiento invernal y nocturno de un niño lo que simbolice todo lo anterior. La natalidad en pleno solsticio de invierno, cuando la noche y el frío estaban en su cenit en este mundo, es la forma en que la vida resurge y todo vuelve a empezar desde un principio que se reafirma gozoso en la vida de todos celebrándolo. Pero, más todavía, en Navidad –por la natividad– la noche deja de ser el escenario del terror para convertirse en la ocasión de las bienaventuranzas nocturnas y colmos inesperables: el momento de los regalos y las sorpresas que son lo contrario que las amenazas.

Todo lo anterior lo podemos celebrar juntos todos los hombres de buena voluntad. A este respecto los cristianos solo nos distinguimos porque creemos que todo eso es sencillamente verdad: que existe un perdón y un amor incondicional; que la Noche y la muerte han sido realmente vencidas; que hay motivos para una felicidad jubilosa; que el niño nacido es Dios mismo hecho hombre; que los Reyes Magos existen y tras las pesadillas los sueños traerán buenaventuras inesperadas; que el regalo más inaudito e inimaginable ha tenido lugar, porque el Niño nacido es el mismo que dejará su sepulcro vacío, abatiendo del todo y para siempre el poder de la noche; y que desde entonces Dios está presente en el mundo para pasar la vida con nosotros, desde el principio hasta el final en este mundo que también pasará, aunque su palabra no pasará.

El teólogo Joseph Ratzinger, señaló que "la Navidad se resiente, lamentablemente bastante a menudo, de una mentalidad materialista".

"Es ahora, en el presente, cuando se juega nuestro destino futuro; con el comportamiento que tengamos en esta vida decidiremos nuestra suerte eterna", afirmó Joseph Ratzinger.

Benedicto XVI añadió: "Al final de nuestros días sobre la tierra, en el momento de la muerte, seremos evaluados en base a nuestra mayor o menor semejanza con el Niño que va a nacer en la gruta pobre de Belén, porque es el criterio de medida que Dios ha dado a la humanidad".

Después aseguró que "los frutos del amor son aquellos ´frutos dignos de conversión´ a los que se refería san Juan Bautista cuando se dirigió con palabras críticas a los fariseos y los saduceos".

"Mediante el Evangelio, Juan Bautista nos continúa hablando a través de los siglos, a cada generación", agregó el líder religioso antes de censurar el consumismo con que se vive la Navidad.

"Sus palabras claras y duras resultan beneficiosas para nosotros, hombres y mujeres de nuestro tiempo, en el que también el modo de vivir y percibir la Navidad se resiente, lamentablemente bastante a menudo, de una mentalidad materialista".

Tras rezar el Angelus, Benedicto XVI saludó a los peregrinos en varias lenguas, entre ellas la española.

"Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española aquí presentes y a cuantos participan en el rezo del Angelus a través de la radio y la televisión. ¡Qué María, Estrella de la Esperanza, brille sobre vosotros y guíe vuestros pasos en este tiempo de Adviento. ¡Feliz domingo!", dijo.

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