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Opinión

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La falsa promesa de la paz democrática

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Concept,Of,Deception,And,Betrayal,As,Deceptive,Truth,Or,FalsehoodCopyright (c) 2021 Lightspring/Shutterstock. No use without permission., Shutterstock

Aferrándose a la suposición de que solo las dictaduras inician conflictos militares, los defensores de la democratización creían que el éxito global de su proyecto marcaría el comienzo de un mundo sin guerra. Pero esta teoría carece de una base sólida y ha producido un desastre tras otro cuando se ha puesto en práctica.

LONDRES – Con persuasión, exhortos, procesos legales, presión económica y, a veces, fuerza militar, la política exterior estadounidense afirma la visión de Estados Unidos sobre la forma en que se debe dirigir al mundo. Solo dos países en la historia reciente tuvieron esa ambición de transformar al mundo: Gran Bretaña y Estados Unidos. En los últimos 150 años fueron los únicos dos países cuyo poder -duro y suave, formal e informal- se extendió por todo el mundo y les permitió plausiblemente aspirar al manto de Roma.

Cuando Estados Unidos heredó el puesto de Gran Bretaña en el mundo después de 1945, heredó además el sentido británico de responsabilidad por el futuro del orden internacional. Abrazando ese papel, Estados Unidos fue un evangelista de la democracia y uno de los objetivos centrales de su política exterior fue promover su difusión (a veces con cambios de régimen, cuando se consideró necesario).

De hecho, esta estrategia se remonta a la época del presidente estadounidense Woodrow Wilson. Como escribe el historiador Nicholas Mulder en The Economic Weapon: The Rise of Sanctions as a Tool of Modern War (El arma económica: el auge de las sanciones como herramienta en la guerra moderna), “Wilson fue el primer estadista en usar armas económicas como instrumento de democratización. Agregó con ello una lógica política interna a las sanciones económicas -la difusión de la democracia- a la meta de política exterior que (...) buscaban los partidarios europeos de las sanciones: la paz entre estados”. Esto implica que, cuando surge la oportunidad, se deben usar medidas militares y no militares para derrocar a los regímenes “malignos”.

Según la teoría de la paz democrática las democracias no inician guerras, solo las dictaduras lo hacen. Un mundo completamente democrático sería entonces un mundo libre de guerras. Esta fue la esperanza que surgió en la década de 1990. Con el fin del comunismo, la expectativa, expresada en el famoso artículo de Francis Fukuyama de 1989, “¿El fin de la historia?”, era que las partes más importantes del mundo se volverían democráticas.

Supuestamente, la supremacía estadounidense garantizaría que la democracia se convirtiera en la norma política universal. Pero Rusia y China, los estados comunistas líderes en la era de la Guerra Fría, no la adoptaron (tampoco muchos otros centros en los asuntos mundiales, especialmente en Oriente Medio). Fukuyama reconoció recientemente entonces que si se empuja a Rusia y China a unirse “viviríamos en un mundo dominado por esas potencias no democráticas... (lo que) verdaderamente sería el fin de la historia”.

El argumento de que la democracia es inherentemente “pacífica” y las dictaduras o autocracias son “belicosas” resulta intuitivamente atractivo. No niega que los estados buscan su propio beneficio, pero supone que los intereses de los estados democráticos reflejarán valores comunes, como los derechos humanos (y que intentarán concretar esos intereses de una manera menos belicosa, ya que los procesos democráticos requieren negociar las diferencias). Los gobiernos democráticos deben rendir cuentas al pueblo, y al pueblo le interesa la paz, no la guerra.

Por el contrario, según esta visión, los gobernantes y las élites en las dictaduras son ilegítimas y, por lo tanto, inseguras. Esto las lleva a buscar el apoyo popular incitando a la animosidad contra los extranjeros. Si la democracia reemplazara a las dictaduras en todas partes, automáticamente habría paz en el mundo.

Esta creencia descansa sobre dos proposiciones extremadamente influyentes en la teoría de las relaciones internacionales, aun cuando teórica y empíricamente tengan poco sustento. La primera noción es que el comportamiento exterior de un Estado depende de su constitución interna, una idea que ignora la influencia que puede tener el sistema internacional sobre la política interior de los países. Como sostuvo el politólogo Kenneth N. Waltz en su libro de 1979, Teoría de la política internacional, la “anarquía internacional” condiciona el comportamiento de los estados más de lo que el comportamiento de los estados crea anarquía internacional.

La perspectiva de la “teoría del sistema-mundo” de Waltz es especialmente útil en una era de globalización. Hay que prestar atención a la estructura del sistema internacional para “predecir” la manera en que se comportarán los estados individuales, independientemente de sus constituciones internas. “Si cada estado, siendo estable, solo procurase la seguridad y no albergara designios para sus vecinos, todos seguirían siendo, de todas formas, inseguros”, observó, “porque los medios por los que un Estado busca la seguridad son, por su propia existencia, los medios por los que otros estados se ven amenazados”.

Waltz ofreció un antídoto vigorizante al supuesto simplista de que los hábitos democráticos son fácilmente transferibles de un sitio a otro. En vez de tratar de difundir la democracia, sugirió que es mejor intentar reducir la inseguridad mundial.

Aunque indudablemente existe cierta correlación entre las instituciones democráticas y los hábitos pacíficos, la dirección de la causalidad es discutible. ¿Fue la democracia la que pacificó a Europa después de 1945? ¿O fueron el paraguas nuclear estadounidense, la determinación de las fronteras por los vencedores y el crecimiento económico alimentado por el Plan Marshall lo que finalmente hizo posible que la Europa no comunista aceptara la democracia como su norma política? El politólogo Mark E. Pietrzyk sostiene que “solo los estados relativamente seguros -política, militar y económicamente- pueden permitirse sociedades libres y pluralistas; en ausencia de esa seguridad, es mucho más probable que los estados adopten o mantengan estructuras centralizadas, coercitivas y autoritarias, o que regresen a ellas”.

La segunda propuesta es que la democracia es la forma natural del Estado, que la gente adoptará espontáneamente en todas partes si se le permite. Este dudoso supuesto hace que los cambios de regímenes parezcan fáciles, porque las potencias que aplican las sanciones pueden aprovechar el agradecido apoyo de quienes sufrieron la represión de su libertad y el pisoteo de sus derechos.

Trazando comparaciones superficiales con la Alemania y el Japón de posguerra, los apóstoles de la democratización subestiman groseramente las dificultades de instaurar democracias en sociedades que carecen de las tradiciones constitucionales occidentales. Podemos ver los resultados de su obra en Irak, Afganistán, Libia, Siria y muchos países africanos.

La teoría de la paz democrática es, sobre todo, haragana: brinda una explicación fácil a los comportamientos “belicosos” sin considerar la ubicación e historia de los estados involucrados. Esta superficialidad favorece el exceso de confianza en que una rápida dosis de sanciones económicas o bombardeos es lo único que hace falta para curar a una dictadura de su desafortunada enfermedad.

En pocas palabras, la idea de que la democracia es “portátil” lleva a subestimar groseramente los costos militares, económicos y humanitarios de los intentos de difundirla en las partes turbulentas del mundo. Occidente pagó un precio terrible por esas ideas... y es posible que esté a punto de volver a hacerlo.

El autor

miembro de la Cámara de los Lores británica y profesor emérito de Economía Política en la Universidad de Warwick, fue director no ejecutivo de la empresa petrolera rusa privada PJSC Russneft entre 2016 y 2021.

Copyright: Project Syndicate 1995 - 2022

www.projectsyndicate.org

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