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La separación estricta no es solución para Palestina e Israel
Mientras las bombas continúan cayendo y la guerra propagandística continúa, es difícil imaginar alguna salida a la tragedia israelí-palestina. Pero eso podría reflejar nuestra incapacidad para imaginar dos estados, cuyo propósito sea acercar a los dos pueblos, no crear dos estados de apartheid donde ahora hay uno.
ATENAS. Reconocer un Estado palestino es un imperativo ético, y es el único modo de lograr una paz justa en Medio Oriente. Para convencer al próximo gobierno israelí de que los palestinos deben tener plenitud de derechos políticos, es necesario que una nueva ola de países les otorgue reconocimiento formal, como acaban de hacer España, Irlanda y Noruega. Pero para que la ola no pierda fuerza y acabe convertida en un charco de simbolismo performativo, sus partidarios deben recalcar que el Estado palestino no debe ser ni la imagen en espejo de Israel ni un modo de crear una barrera estricta entre judíos y palestinos.
Olvidemos por un momento el lamentable hecho de que por ahora no se vislumbra un gobierno israelí dispuesto a discutir una paz justa, y de que los palestinos no tienen un liderazgo dotado de legitimación democrática que los represente. Sólo imaginemos que estuviera a punto de comenzar un diálogo. ¿Qué principios debe encarnar para inspirar confianza en un resultado justo para todas las partes, con independencia de etnia, religión y lenguaje, desde el río (Jordán) hasta el mar (Mediterráneo)?
La razón por la que un Gran Israel siempre ha sido incompatible con la justicia es que Israel niega a sus ciudadanos palestinos (el 20% del total) la igualdad plena, para preservar su condición de Estado exclusivamente judío (no sólo israelí). El mero hecho de fundar un Estado palestino al lado de Israel no resolverá esta cuestión.
Y si Palestina se fundara como un Estado exclusivamente árabe-palestino, ¿qué sucedería con los judíos que se han establecido (ilegalmente) en Cisjordania y Jerusalén oriental? Algunos están hablando de reubicar poblaciones, como en el trágico intercambio que hicieron Grecia y Turquía después de la guerra de 1919-22.
¿Nos hemos vuelto locos? Ha pasado un siglo desde ese acto de limpieza étnica y los descendientes de los intercambiados todavía añoran la tierra ancestral perdida. ¿De veras queremos promover una catástrofe similar, otro desenraizamiento a gran escala, en nombre de la paz y la justicia?
Imaginemos que un Estado palestino imitara la política israelí de construir rutas cerradas para conectar comunidades no contiguas (por ejemplo, una autopista cerrada entre Cisjordania y Gaza), o rutas exclusivas entre comunidades palestinas en Israel y el nuevo Estado palestino. Las rutas cerradas que ha construido Israel para conectar comunidades judías actúan como muros, que inevitablemente encierran poblaciones palestinas. Seguro que la solución no pasa por construir nuevas rutas cerradas que conecten a los palestinos y encierren a los judíos.
¿Qué decir de la idea de que los colonos israelíes tengan acceso a la doble ciudadanía en un Estado palestino, lo mismo que los palestinos en Israel? Tiene sentido; pero ¿qué garantías tendrán los judíos en Palestina y los palestinos en Israel de que no se los tratará como a ciudadanos de segunda clase? ¿Qué impedirá, por ejemplo, a las fuerzas de seguridad de cada uno de los estados tratar a la minoría como un problema al que es preciso contener o tal vez eliminar en el futuro? En síntesis, ¿cómo hacemos para no reemplazar un Estado de apartheid con dos de esos Estados, uno al lado del otro?
Muchos palestinos, motivados por su larga opresión, tal vez quieran que se expulse a todos los colonos judíos del Estado palestino. Otros, para quienes la creación del Estado es prioridad, se contentarán con una solución de dos estados de apartheid. Pero ¿son objetivos por los que valga la pena luchar? ¿Pueden generar el apoyo mundial que necesitan los palestinos para alcanzar una paz justa?
Si los palestinos se plantearan como objetivo un Estado exclusivo, dudo de que Sudáfrica (cuyos juristas, formados en los principios humanistas de Nelson Mandela, tan elocuentemente acusaron a Israel en La Haya) sea de la partida. La visión que inspira las protestas de los estudiantes propalestinos en Estados Unidos, Noruega, España, Irlanda y muchos otros países europeos es una visión de igualdad de derechos, no la de un derecho simétrico a imponer un apartheid.
La idea de separar a los judíos de los palestinos es incompatible con los derechos humanos, porque implica traslados en masa o que a algunos se los trate como ciudadanos de segunda. De modo que ambas partes deben abandonar cualquier demanda de un Estado exclusivo (judío o árabe palestino).
No implica esto que el modo de vida judío deba disminuirse de algún modo, o que los palestinos deban renunciar a sus aspiraciones de tener un Estado. Lo que sí implica es que el objetivo deben ser dos Estados, israelí y palestino, porosos, que garanticen la autodeterminación a ambos pueblos. Para que funcione, se necesitarán instituciones confederadas que protejan la igualdad de derechos. Y por último (sólo en la enumeración), un esquema de esta naturaleza exige doble ciudadanía plena. Esta solución aseguraría los derechos humanos que el sur global (muy bien representado en la actualidad por abogados sudafricanos) demanda, y que el norte global finge reverenciar.
¿Cómo se llega allí? Tal vez haya algo de verdad en el famoso chiste irlandés, donde a uno le hacen esa pregunta y responde bueno, “yo no partiría de aquí”; pero creo que la respuesta ya la han dado los judíos, musulmanes y otros que hacen campaña al mismo tiempo contra el antisemitismo y contra el genocidio. Israelíes y palestinos tienen que reconocerse mutuamente (tal vez mediante una Comisión de Verdad y Reconciliación como la de Sudáfrica) tres clases de dolor: el dolor que causó Europa a los judíos durante siglos; el dolor que Israel ha causado a los palestinos durante ocho décadas, y el dolor que palestinos y judíos han intercambiado bajo el influjo venenoso de la guerra y la resistencia.
Mientras las bombas siguen cayendo, y con una guerra de propaganda desatada, cuesta imaginar alguna salida para la tragedia palestino‑israelí. Pero eso tal vez se deba a nuestra incapacidad para imaginar dos Estados que acerquen a las personas en vez de alzar entre ellas una barrera infranqueable.
El autor
Yanis Varoufakis, exministro de finanzas de Grecia, es líder del partido MeRA25 y profesor de Economía en la Universidad de Atenas.
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