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Opinión

Lectura 4:00 min

Réquiem por una librería

Perdimos otro espacio.

Creo que fue a la primera librería a la que fui por impulso propio, no porque mis papás me llevaran por un libro de la escuela. Adolescenteaba y me iba de pinta a Coyoacán. No me interesaban los elotes ni ir a fumar a la fuente de los coyotes. Yo quería perderme en esas calles y sentirme jipi y culta, imaginaba tonta, eran las personas que veía en los cafés, charlando sin cesar de asuntos que yo consideraba interesantísimos.

Y a golpe de calcetín, perdida como siempre, llegué a la casa de las maravillas: una librería que lo tenía todo. ¿Querías una edición de lujo de Ana Karenina? Hela ahí. ¿Ediciones españolas de Anagrama? En la mesa de novedades. ¿Libros que no sabías que querías? Por todas partes.

Creo que el primer libro que me compré ahí fue el Retrato del artista adolescente, de Joyce, un libro que me pareció tan difícil como bello y que para mi sorpresa logré leer y releer.

Hace cosa de un mes la visité. Como no podía entrar y salir de esa librería hechizada sin un libro, me compré uno de Emmanuel Carrère y mi amiga Maura —coyoacanense de pro— se llevó uno de Juan Pedro Gutiérrez. Maura me venía platicando de cómo había cambiado el barrio en los últimos años y bromeó con el señor de la caja mientras pagábamos: “¿Verdad que no van que no van convertir la librería en un Forever 21?”. Pensamos que el señor se reiría, pero nos contestó muy en serio: “Si le ofrecen mejor renta al dueño, ni modo”.

El asunto quedó ahí. No pensamos que el pesimismo de Maura se volvería realidad. Y sucedió.

Hace una semana mi amiga me mandó una foto de la proverbial esquina de Ortega y Carrillo Puerto: la Librería Coyoacán, pedazo de mi vida como lectora, ha desaparecido.

Donde alguna vez una podía hacerse de una amplia colección de libros y rompecabezas hoy venden pizzas a la leña y chelas de yarda.

Oh capitalismo, nos la has vuelto a jugar.

Esperen, no me considero chaira ni esnob, creo que el capitalismo es la gran cosa cuando funciona para la mayor parte de la gente, y si esa mayoría prefiere chelas de yarda a Tolstoi hay poca cosa que se pueda hacer. Quiero vivir en un mundo donde las chelas, la pizza barata y la mejor literatura puedan vivir uno al lado del otro.

La página de la Librería Coyoacán sigue arriba lo cual me hace abrigar esperanzas de que la tienda se buscará un nuevo local o quizá se transforme en tienda digital.

Pienso en la Librería Coyoacán como un recuerdo querido, pero quiero que siga existiendo no sólo en mi memoria. Quisiera que otra adolescente perdida llegara y se comprara un libro de Joyce y se sorprendiera porque ha descubierto un mundo.

En la Coyoacán también compré mi rompecabezas favorito: una reproducción en 5000 piezas de La Academia, de Rafael. Mientras Platón señala al cielo, Aristóteles lo baja a la Tierra. Así estoy yo, con los pies en el suelo y la cabeza en las nubes, con ganas de quemar la pizzería y alzar banderas y tambores de guerra, y por el otro decir “Madura, Concha, ahora la gente compra en Amazon”.

Sea como ha de ser. No puedo sino sentirme triste porque hemos perdido otro espacio. Voy a echar de menos a la Librería Coyoacán pero, hey, al menos podré tomarme una chela de yarda en ese local, uno más de las decenas que hay en el Coyoacán de turismo chilango.

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