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Opinión

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¿México es un régimen electoral híbrido?

Desde el 2006, la revista The Economist publica un índice relacionado con la calidad de las democracias que, bajo su propia metodología, reporta los niveles de democratización de 167 países que incluye cuatro etiquetas: Democracias plenas, Democracias defectuosas, Regímenes híbridos y Regímenes autoritarios.  

Para ello, analiza 60 estándares agrupados en cinco categorías de estudio: procesos electorales y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política y libertades civiles.

En 2024, publicó el artículo “Democracy Index: Conflict And Polarisation Drive A New Low For Global Democracy”, que da cuenta de las mediciones más recientes y del que se desprende que a México se le categorice como un “régimen híbrido”.

Este tipo de régimen se caracteriza, entre otras condiciones, por la regularidad de “fraudes electorales, que evitan la realización de democracias justas y libres”, por la “presión sobre las oposiciones políticas”, por mantener una “corrupción estructural”, por carecer de instituciones independientes, así como por “bajos niveles de participación política”.

Toda evaluación sobre un régimen político tiene inevitables dosis de subjetivismo y niveles de discrecionalidad, y en lo que corresponde a nuestro país la conclusión resulta discutible e imprecisa. De hecho, con una apreciación alternativa con base en los mismos estándares de The Economist, esa conclusión no sería sostenible.

México cuenta con un sólido respaldo institucional de democracia electoral, que ha permitido contar con elecciones confiables, seguras y pacíficas, por lo menos desde hace 30 años, que incluso han sido señaladas como modélicas en el ámbito comparado.

Las elecciones mexicanas no han supuesto inestabilidades políticas ni han generado violencias del sistema político y mucho menos pueden calificarse como fraudulentas. Por el contrario, las instituciones han permitido reiteradamente la alternancia pacífica del poder entre diversas fuerzas políticas.

Una prueba contundente de la fiabilidad y solidez de la institucionalidad electoral mexicana fueron justamente las elecciones del 2024, en las cuales incluso se eligió a la primera presidenta mexicana en 200 años de República. Esta elección fue organizada y desarrollada con éxito por la autoridad electoral federal y tuvo una participación ciudadana superior al 60 por ciento.

La veracidad y certeza de los resultados fue reconocida por los propios contendientes y sus coaliciones políticas y fue calificada como legal y legítima por la máxima autoridad jurisdiccional electoral del país.

Se trató de un proceso ejemplar, con amplia participación ciudadana, que arrojó resultados inobjetables, que volvió a contar con un reconocimiento internacional inmediato y unánime (incluida la OEA) y que volvió a significar una transición pacífica del poder.

De los más de 20,000 cargos electos en 2024 no hubo ninguna elección federal o estatal en la que se acusara de manera irremediable de “fraude electoral”. De hecho, existió un procesamiento institucional y jurídico de cada uno de los conflictos de acuerdo al derecho aplicable y los precedentes.

Una de las desventajas de los rankings sobre la calidad de nuestras democracias es que no toman en cuenta conceptos fundamentales acerca de su comprensión social y de su realidad institucional, lo que muchas veces da pie a categorizaciones ideológicas.

La democracia no es un puerto de llegada. Es un destino que las naciones van construyendo, cultivando y cuidando a lo largo del tiempo y de manera permanente. Hoy por hoy, México y su democracia real y efectiva son un buen ejemplo de ello.

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