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Del Tepeyac a la Casa Blanca
Relajado, después de poner en puestos claves de su gabinete y del servicio exterior a sus amigos multimillonarios; posteriormente de crear el Departamento de Eficiencia Gubernamental, dependencia que, de momento, nadie, ni él mismo, sabía para qué serviría, ni cómo iba a funcionar y que, además, era una agencia gubernamental sin carácter oficial, lo cual aparentemente era una contradicción, contradicción que sería lo de menos con sólo saber que dicho departamento fue inventado para tener cerca de él y en su administración a Elon Musk quien invirtió más de 200 millones de dólares en apoyos para la campaña presidencial; Donald Trump, juega golf en su residencia de Mar-a-Lago, en Florida. El golf es una de sus inclinaciones favoritas, después del dinero, las estrellas de cine porno y la palabra aranceles.
La ilusión de toda su vida, había sido hacer un ‘hole in one’ —meter la pelota en el hoyo de un solo tiro— cosa que únicamente los grandes golfistas han hecho. Sin embargo, Donald no cesaba de intentarlo. Esta vez no era la excepción, tenía clavado el tee —soporte para la pelota— en la salida del difícil hoyo nueve. Difícil por una característica: el green —el área próxima al agujero— es una especie de montaña. Digamos un cerro. Amigos de Trump de origen mexicano, Trump es amigo los de mexicanos, con una condición: que sean ricos, a los que odia son a los pobres… aunque no sean mexicanos. Como ésos amigos, además de ricos son católicos, apostólicos y mexicanos, han bautizado al promontorio, al aprendiz de monte, como ‘El cerrito del Tepeyac’.
El magnate neoyorkino se prepara para jugar el hoyo nueve. Coge el palo adecuado, un driver de varilla larga y gran cabeza. Sin pensarlo mucho —como todo lo que concibe— hace el swing. La bola sale a gran velocidad. Se eleva. Cae en el green. Rueda. Se acerca al agujero. Hay expectación. La pelota merodea el hoyo. ¡Cae en él! ¡Milagro!
El próximo presidente de EU festeja su triunfo. ¡Yeeees! En eso comenzó a escucharse un canto celestial. El cielo brillaba esplendoroso. Del mismísimo agujero que acaba de ser penetrado, surgió una figura majestuosa, una mujer de color moreno y vestido brillante. Confundido Trump pensó que la mujer era una migrante de las que contrataba como parte de la servidumbre que se había puesto un vestido de Melania. Le iba a llamar la atención, cuando se percató que la mujer morena tenía el aspecto de noble doncella resplandeciente, como el arco iris, ella le hablaba y él entendía.
“Donald, Donaldito, el más pequeño y anaranjado de mis hijos” —dijo la mujer con ternura infinita. “Sabe y ten entendido que soy la madre de Dios creador del universo que personas como tú quieren destruir al no atender el cambio climático. Quiero que sepas que no construirás muro alguno. En su lugar deseo que se me erija un templo”. Conforme la señora hablabla Trump fue sintiéndose en una pesadilla de la que le costó trabajo despertar.
Se había quedado dormido en su escritorio mientras elegía embajadores. Pensó en México. Se preguntó. ¿A quién mandaré? Se fijó en la fotografía de Ronald Johnson, excoronel de las Fuerzas Especiales del Ejército de Estados Unidos, exagente de la CIA, halcón republicano de mano dura. Decidió: Sí, quitaré al del sombrero y mandaré al que fuera boina verde.
Punto final
Salieron de un pueblo de Hidalgo, 200 peregrinos, rumbo a la Basílica de Guadalupe, para visitar a la Virgen en su día. Luego de tres horas de caminar, uno de ellos gritó: ¡Viva la Virgen de Guadalupe! Los demás respondieron: ¡Viva! A las 10 horas de camino, el mismo grito: ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Viva! respondieron los demás. Siguieron caminando toda la noche. Al amanecer se escucha al gritón: ¡Viva la Virgen de Guadalupe! Uno del grupo contestó: “Que viva… pero no tan lejos”.