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Diversidad estéril: El baile de los que sobran
Pedimos a gritos posiciones innovadoras, de vanguardia o disruptivas, pero al mismo tiempo las coartamos para que no hagan tanto ruido. Y lo más grave es que las etiquetamos: “el viejito”, “la morenita”, “el diverso”, “la vestida”, “la neurótica”, “el lisiado”.
Debe decirse que el título que encabeza este escrito pareciera ser contradictorio, lo que se conoce como un oxímoron. Por ello la conclusión debe ser presentada de manera temprana: nos gusta la diversidad, la promovemos y la ponemos de colores, pero cuando entramos al camino de la inclusión, nuestros patrones y sesgos generan exclusión y llegamos al punto de ignorar a aquellos que han sido “incluidos”.
Los procesos de inclusión y equidad han marcado las últimas décadas, sin embargo, no han permeado de la manera correcta. Se dice que la inclusión no es sólo ser invitado a la fiesta, implica también ser invitado a bailar y hasta tener la posibilidad de escoger el son.
Esto último en lo general poco ocurre. Estamos dominados por un sesgo de espejo, una particularidad del ser humano en sociedad que le lleva a conectarse de manera más fácil con aquéllos que se le parecen o con quienes tienen cosas en común.
Así, por vía de ejemplo, los trabajadores en una empresa que pertenecen a un círculo social similar, que salieron de las mismas universidades o que vivieron de manera similar sus años tempranos tienen la vocación de unirse y crear grupos cerrados. Si en esta misma organización existe una persona de un origen diferente, clase social si se quisiera, la persona tiende naturalmente a ser excluida, ignorada y hasta etiquetada, en ocasiones de manera peyorativa.
La inclusión rompe nuestra concepción de comunidad igualitaria. Marca de manera evidente las diferencias y trae este sesgo –muchas veces consciente– de no querer mezclarse. Esta situación rompe con el principio y propósito mismo de la inclusión y la equidad.
Hoy hablamos con insistencia de estar en un momento histórico donde conviven cuatro o cinco generaciones en el mismo lugar de trabajo. Ello es muestra de que hemos roto la primera barrera de la inclusión que es la barrera de acceso, pero ella es solo la puerta de entrada.
En el mundo de las compañías de legados de años, las que llevan más de un siglo en el mercado, en ocasiones en cabeza de una sucesión de abuelos, padres e hijos, el pensamiento divergente, el punto de vista distinto, es castigado y hasta encontrado disociado de la cultura.
No queremos escuchar o considerar lo diferente simplemente porque es más fácil seguir, y principalmente porque esa diferencia está en la boca de una sola voz, que se atreve, pero no lo logra. Muchas mujeres que son miembros de Consejos de Administración manifiestan la dificultad que implica ser la única mujer, la distinta. Sobre el particular se ha demostrado que se requiere más cantidad de mujeres para que realmente funcione la diversidad".
En las nuevas empresas que han surgido de manera exitosa en los últimos años ocurre el fenómeno opuesto: no se quiere a alguien que piense de manera tradicional, una especie de discriminación inversa.
La autora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie tiene uno de los TED Talks más recurridos a propósito de esto, titulado El peligro de la historia única. En el mismo la novelista señala el peligro de la ausencia de empatía, pero, en particular, de los estereotipos a propósito de la exclusión.
Estamos en un mes donde globalmente se conmemora la lucha de la población LGBTQI+ en búsqueda de sus derechos, de tratamiento igual y de oportunidades iguales. Las marcas se visten de colores y un día del mes las principales ciudades son testigos de una algarabía de banderas multicromáticas y danzas auténticas; expresiones de libertad.
Desafortunadamente, tiende a ser un momento –valioso sin duda–, pero que no se practica todo el año. Procedemos a la inclusión empresarial, pero mantenemos las barreras de bienestar al no propiciar un espacio emocionalmente seguro. Creemos que “todos caben” pero existen enormes barreras de acceso directivo a personas con preferencia sexual diferente, con discapacidad o de orígenes sociales diferentes, barreras de crecimiento que dejan la inclusión en las partes bajas de la pirámide.
Sin duda que existen excepciones y muy valiosas, curiosamente la mayoría vienen acompañadas de historias que explican cómo se dio una serendipia estelar para que las cosas ocurrieran y la persona llegara a donde está, narrativas que no siempre se refieren al talento del individuo".
Basta dar una mirada a las 100 o 200 o 300 empresas mas importantes de América Latina. Sus Consejos Directivos se encuentran en su inmensa mayoría compuestos por hombres blancos heterosexuales que estudiaron en las mismas universidades. Paradójico, por cierto, cuando estas mismas empresas tienen como foco de mercado a la población toda –constituida por una mayoría de mujeres y una mayoría de pobres–. ¿Podrán tomarse decisiones sensatas que realmente consideren las necesidades raizales de estos mercados?
No se trata, que quede claro, de una discriminación inversa. Es más bien un llamado a que entendamos las inmensas dificultades que tiene la inclusión y las competencias que ello implica desarrollar para la sostenibilidad de la empresa diversa.
La diversidad –empezando por su semántica– rompe la uniformidad, que es algo con los cual nos creamos. Implica ceder lugares, dar espacios, dar voz a quienes pueden pensar distinto, o pueden pensar lo mismo desde otro punto de vista. La diversidad trae conflictos, roces, juicios de un lado y del otro. Aquí es donde la inclusión se ha quedado corta. Competencias tan simples como la escucha o la empatía, el mismo liderazgo situacional de marras, se vuelven preponderantes e importantes.
Si producto de la inclusión no tenemos en cuenta que debemos superar estas dificultades, estaremos cometiendo un error más grave: traer a estos “incluidos” a ser excluidos o ignorados y que sólo cuenten para el número.
Hemos fallado en esa segunda etapa, nos hemos quedado en crear el baile. Quizás en lo que hace al Mes del Orgullo o Pride, pintamos de arcoíris un mes o un día para darle espacio a los sones y los bailes. Pero sólo para ese día, no queremos ni sones ni bailes en septiembre o en febrero.
Pedimos a gritos posiciones innovadoras, de vanguardia o disruptivas, pero al mismo tiempo las coartamos para que no hagan tanto ruido. Y lo más grave es que las etiquetamos: “el viejito”, “la morenita”, “el diverso”, “la vestida”, “la neurótica”, “el lisiado”. Nos podemos ruborizar de horror ante la franqueza de estas palabras, pero es altamente probable que lo hubiéramos hecho o cuando menos tolerado como observadores pasivos.
Es momento de pensar realmente en la inclusión y la manera de superar sus dificultades, costos y frustraciones. Esto implica no sólo invitar al baile, sino estar dispuestos a tener que escuchar (y bailar) una canción que no nos guste.