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Los paradigmas de la sucesión: ¡El Rey ha muerto! ¡Que viva… ¿?!
“Las personas para desarrollarse requieren incentivos, formación, desarrollo y, por encima de todo, propósito. La sucesión debe construirse en capas organizacionales y, para el caso de los más altos niveles, nutrirse de negocio, de piso, de manos que se embarran”.
A propósito del fallecimiento de Isabel II, quien ha sido la reina más longeva del Reino Unido y su comunidad de naciones, empezamos a ver documentales, comentarios e interacciones en las redes sociales sobre las implicaciones y vericuetos de su sucesión. Desde familias que desde tiempos medievales alegan su derecho al trono, reyes que abdican por amor, hijos de media sangre azul que alegan una paternidad, reyes y reinas sin reino por haber sido desterrados, personas que creen que la esposa del rey no merece ser reina, hasta protocolos más complejos que los que se surtieron para “El gran Burundú-Burundá ha muerto” de Jorge Zalamea o “Los funerales de la Mamá Grande” de Gabriel García Márquez.
Lo que me parece más atractivo de esta dinámica es que la sucesión estaba prevista, el hijo mayor de la reina le sucedería como rey. Esta norma lleva siglos vigente y las excepciones se han dado en circunstancias muy particulares como guerras, parejas reales estériles o, más recientemente, reyes con amores prohibidos. Sin embargo, en esta transmisión de mando de siglos de vigencia hay preguntas, derechohabientes y hasta ideas de secesión, y habría que preguntarse qué pasa en el mundo empresarial y, en particular el de la familia empresaria, donde las reglas son menos claras y los litigios de sucesión están a la orden de día.
Pareciera lógico empezar esta conversación con las compañías centenarias, las cuales fueron fundadas y creadas por los abuelos y bisabuelos y que se han mantenido íntegras y operando a pesar de que ya no está el bisabuelo y los nuevos “dueños” son sobrinos y primos que ni se conocen entre sí. Es propicio reconocer que muchas de estas empresas se han institucionalizado o “corporativizado” de tal manera que la familia sale de la alta administración, se crean consejos de familia o fideicomisos y la gestión funciona más o menos organizada.
Afortunadamente, las empresas se han venido moviendo a estos esquemas y las familias se han constituido bajo el paraguas de “family offices”. En la medida en que la excepción confirma la regla, hay unas cuatro compañías de las cuales poco se sabe al respecto y donde al descendiente bendecido le corresponde la cabecera de la mesa. Más adelante retomaremos este tema.
Por oposición a estas compañías tradicionales aparecen “las startups”, un modelo de emprendedurismo donde hay más perdedores que ganadores, pero donde, por patente personal de marca se divide el título de “fundador” o “cofundador” de el de CEO o Director(a) General. Si bien un fundador tiende a ser el CEO, particularmente en las etapas tempranas, podría no serlo para las siguientes.
A pesar de que muchos de los casos de éxito documentados (Netflix, WeWork, Uber, Apple, Spotify) indican que se comete un gran error perpetuando a los fundadores en la dirección, pareciera que estos fundadores se encuentran aferrados a su silla. Y, si no lo estuvieran, no hay ni asomo de sucesión interna en la medida en que poco o nada se invierte en desarrollo formal.
En este ambiente de empresas emergentes hay dos elementos fascinantes: el primero de ellos, la velocidad vertiginosa; el segundo es que, a falta del talento interno y por no invertir en desarrollo, no hay planes de sucesión y la única opción que queda es contratar de afuera.
¿Será que esta raza de fundadores piensa en la sucesión? Mientras en las empresas tradicionales se le quiere dejar el valor a las futuras generaciones, ¿a quién le corresponderá la sucesión de este inmenso capital de los nuevos empresarios? ¿Estaremos en presencia de un propósito diferenciado –ser una empresa para muchos años y muchas generaciones vs. hacer dinero ahora y luego veremos–?
En todos los casos, se trate de los dos extremos que se han planteado o alguno intermedio, la solución probada ha sido la de los planes de sucesión, los cuales deben venir acompañados de una ruta de carrera y una ruta de aprendizaje.
El problema es que la sucesión debe alimentarse a través de aprendizajes críticos y experiencias críticas, algo que sea planeado y diseñado. Desafortunadamente, esto no pasa en la vida real y se dejan los sistemas de calibración y desempeño abandonados y los planes de sucesión estériles. Basta que, quien los tenga, revise su plan de sucesión del ciclo pasado y vea qué tanto de lo imaginado se logró y cuáles fueron los motivadores o barreras para tener este resultado.
Debemos entender que las personas no somos como una planta que en condiciones ambientales y de estatus quo crece. Las personas para desarrollarse requieren incentivos, formación, desarrollo y, por encima de todo, propósito. La sucesión debe construirse en capas organizacionales y, para el caso de los más altos niveles, nutrirse de negocio, de piso, de manos que se embarran.
Las sucesiones –personales y organizacionales– pueden llegar a ser muy complejas, incluyen hasta muertes y exilios. Las grandes empresas de décadas de existencia lo han hecho y en algunos casos puesto en marcha. Respecto de las más nuevas, quizás es porque se consideren temporales o cuyo propósito único es hacer dinero por un tiempo determinado, el punto es que generalmente no existen planes de sucesión de mediano y largo plazo.
En el fondo de la mente, cualquier directivo debe tener claro quiénes son sus dos o tres sucesores, y nutrirlos y apoyarlos. Eso le permite su crecimiento, y el de todas las personas. Y cuando mueran el rey o la reina –o se vayan a retirar a el Caribe– que quede claro quién es ahora monarca.