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Capital Humano

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Familias pobres, niñez que labora: Más de 3.5 millones en trabajo infantil en México

Al menos 210,000 niñas, niños y adolescentes, muchos de ellos estudiantes, empezarán a trabajar por primera vez en nuestro país a causa de la crisis económica por la covid-19.

Foto EE: Eric Lugo

Foto EE: Eric Lugo

A Sinaloa ha ido muchas veces, aunque queda a más 1,300 kilómetros de su casa en Santa María Tonaya, una comunidad en la Montaña de Guerrero. Pero a Acapulco, que está a menos de 300 kilómetros, nunca. Verónica Hernández, una niña del pueblo me’phaa, tiene 12 años y amplia experiencia laboral como jornalera en los campos sinaloenses.

La misma edad tenía su abuelo, don Feliciano Hernández, la primera vez que viajó solo para trabajar en el estado de Morelos. Fue en 1956, lo recuerda bien, cuando pasó a las filas del trabajo infantil. Es 2021, tiene 77 años y sigue siendo jornalero migrante.

Él debería estar jubilado; ella, disfrutando de los remanentes de su niñez. Pero ni una ni el otro han podido escapar de un problema sistémico, clasista y racista que obliga a las familias a apoyarse en la fuerza de trabajo de sus hijas e hijos.

“Quiero conocer Acapulco para ver el mar”, dice con emoción de niña. “Me gusta estudiar, pero si no trabajo, no como. A mi familia no le alcanza”, asesta con la vehemencia de la pubertad, pero, sobre todo, con la obviedad de la realidad.

Según la Encuesta Nacional de Trabajo Infantil (ENTI), en 2019 había 3.3 millones de niñas, niños y adolescentes laborando. Pero la pandemia de covid-19 habría elevado la cifra a más de 3.5 millones.

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) estima que por cada punto que aumenta la pobreza, el trabajo infantil incrementa 0.7 por ciento. En México, la pobreza creció 9.1 puntos en 2020, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), al pasar de 41.5 a 50.6 por ciento. Eso significa que al menos 210,000 niñas y niños más comenzaron a trabajar.

Y a nivel mundial, la cifra aumentó de 152 millones, previo a la pandemia, a 160 millones menores de edad trabajando, la gran mayoría en labores de alto riesgo para su edad, según el estudio Trabajo infantil: estimaciones mundiales 2020, tendencias y el camino a seguir, de la OIT. El reporte advierte que si no se les garantiza la cobertura de protección social, a finales de 2022 esta cifra podría superar los 200 millones

El 12 de junio se conmemoró el Día Mundial contra el Trabajo infantil y todo el 2021 fue declarado como el Año Internacional para la Eliminación del Trabajo Infantil por la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Se puede establecer toda una década de concientización, pero si el asunto no se ataca de raíz, poco se podrá avanzar, señalan especialistas. Si hay niños y niñas trabajando es porque, la mayoría de las veces, hay personas adultas viviendo en la pobreza.

Si no, no alcanza

La primera vez que fue a Sinaloa, Verónica Hernández tenía 8 años. Fue un viaje de más de 16 horas en caravana con otras familias de su comunidad en Tlapa, Guerrero. Son pocas las personas de su pueblo las que no atraviesan el país para trabajar en las temporadas de siembra o cosecha en Villa Unión, en aquella entidad del norte.

Para ella eso es una ventaja porque de esa forma no deja de ver a sus amigas, compañeras de juego y de trabajo. Pero de ese primer día de hace cuatro años lo que recuerda son las carreteras interminables y la velocidad que agita la cabeza y produce mareo. “Me espanté porque el carro iba muy rápido, nomás le dije a mi papá y me abrazó”.

Dentro de las ocupaciones no permitidas incluso para mayores de 15 años, el sector agrícola es el que más utiliza la fuerza de trabajo de niñas, niños y adolescentes. El 31.6% de los menores labora en alguna de las actividades del campo, según la ENTI. Le siguen la minería y la construcción (24.5%) y el comercio (14%).

“No los obligamos a trabajar, lo que pasa es que si no trabajamos todos, no alcanza, y lo que consumimos es caro: maseca, aceite, frijol, refresco, carne. Y eso a cada rato lo aumentan, no entiendo por qué”, dice don Feliciano Hernández.

Y los pagos varían, por una cubeta de chiles cosechados reciben 5 pesos. Por una jornada haciendo surcos u otra actividad a pleno sol, entre 100 y 200 pesos al día. “Los dueños dicen que si queremos trabajar, es así, si no, pues no”. Un día de trabajo para Verónica comienza a las 6 de la mañana y termina a las 2 del día, cuenta. Las 8 horas de ley.

Más mujeres y más niños

“Tenemos que aprender a hacer un análisis sistémico para no culpar a las familias. Comprender que la pobreza es una realidad” y que el Estado mexicano no ha terminado de garantizarles una vida libre y plena, señala Tania Ramírez directora ejecutiva de la Red por los Derechos de la Infancia en México (Redim).

El 99% de las jornaleras y jornaleros vive en pobreza debido a que sus ingresos son muy bajos o porque carecen de beneficios sociales, según el Primer informe violación de derechos de las y los jornaleros agrícolas en México. El reporte fue elaborado en 2019 por la Red Nacional de Jornaleros y Jornaleras Agrícolas.

Margarita Nemecio, coordinadora de dicha red, señala que las políticas públicas no han resuelto la pobreza. En cambio, se han enfocado en sacar a niños y niñas de los surcos, las fábricas o las minas, aunque muchas veces están ahí porque sus familias laboran en esos lugares.

Sin acceso a guarderías, las madres dejan de trabajar para cuidarles, dice la activista. Lo que representa no sólo un ingreso menos, sino la imposibilidad de que ellas tengan autonomía económica.

Mirando hacia arriba, don Feliciano Hernández vuelve a su infancia y no encuentra a muchos niños o niñas como él en el campo. “Ahora hay más. No, en aquel tiempo éramos poquitos. Muchos se quedaban con las mamás a cuidar la milpa de uno”, dice extrañado.

Hablando de las mamás, en ese recuerdo tampoco ve a muchas mujeres. “Ora, como ya las dejan trabajar, hay más. Y también porque, ya ve usted, luego los hombres toman y nomás se gastan los centavos en la bebida. No, ora ellas se ganan su dinerito y no los esperan. Otros hombres sí trabajan, no digamos que no. Y ya siempre con la familia uno acarrea, otro corta, y así le avanza uno más rápido”.

“Quiero ser doctora, pero orita...”

En 2019 más de 522,000 niñas, niños y adolescentes de entre 5 y 17 años no iban a la escuela y trabajan en una ocupación no permitida, según la ENTI.  Y más de 40,000, que tampoco estudiaban laboraban en una ocupación permitida.

“Si encontraran escuelas a donde migran sus familias, podrían estudiar. Así se opacaría ese discurso con el que muchos afirman que los padres los hacen trabajar porque no quieren que estudien”, apunta Margarita Nemecio.

Hay una prejuicio colonialista, racista y clasista que fácilmente encuentra la causa del trabajo infantil: “Porque son indígenas, porque son sus usos y costumbres. Así es su cultura, son violentos. Se les adjudican una serie de estereotipos que desdibujan la realidad”.

Claro que hay cuestiones culturales comunitarias que fomentan estas prácticas, como el trabajo del hogar no remunerado en las niñas, o el trabajo pagado en el campo para los niños, como los hombres proveedores, pondera. “Pero todo eso se exacerba cuando el mercado no les genera otros mecanismos y, al contrario, ocasiona que todos trabajen”.

Hay una línea muy tenue, muy fina, entre la tradición, la transmisión de conocimientos, la formación para que un día laboren y el trabajo en sí, dice en entrevista Pedro Américo Furtado, director de la Oficina de País de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) para México y Cuba.

Y sin las políticas adecuadas y con grandes desventajas como la pobreza, al cruzar esa raya avanzan cada vez más hasta llegar de plano a las ocho horas de labor, dice. “Y esto aplica tanto para el ámbito rural y el urbano. Impacta en su educación, pone en riesgo su salud, su integridad física y su moralidad”.

Todo esto, con la pandemia de covid-19 es peor. “El 4.4% de los adolescentes entre 16 y 18 años no se inscribió al ciclo escolar 2020-2021 porque tenía que trabajar; y casi el 1% de los de entre 13 y 15 años”, dice Tania Ramírez, directora ejecutiva de Redim. “Es decir, las niñas y los niños ya mencionan como causa principal para dejar de estudiar el tener que trabajar”, lamenta.

Por la pandemia, en Santa María Tonaya el maestro iba una vez al mes a dejar las tareas. En esa población no todas las familias tienen acceso a Internet, y si así fuera, a Verónica Hernández todavía le faltaría una computadora.

“Por cada año que estudian, mejora la probabilidad de que un día tengan un empleo bien remunerado”, señala Tania Ramírez. Don Feliciano no fue a la escuela y, como millones más, quedó atrapado en el trabajo que inició de niño. Verónica quiere ser doctora. Después de que le digo que lo va a lograr me responde: “pero orita tengo que cosechar tomate y chile”.

La presión del T-MEC

La Ley Federal del Trabajo (LFT) prohíbe cualquier tipo de labor para quienes no han cumplido 15 años. El Tratado entre México, Estados Unidos y México (T-MEC) también busca erradicar este problema.

Sin embargo, para Margarita Nemecio y para Flor Edith González, del Observatorio Ciudadano para la Reforma Laboral, el problema es que la LFT da pie a criminalizar a las familias sin tomar en cuenta todo el contexto. Y en aras de cumplir con el T-MEC y evitar sanciones a las empresas, las autoridades laborales de los estados están siguiendo ese camino de responsabilizar a las padres y madres sin proveerles soluciones.

Un informe de la Redim indica que "la regulación e intepretación legal" del tratado "podría criminalizar a las familias". En el reporte Compromisos y dilemas del T-MEC: Políticas laborales y trabajo de niñas, niños y adolescentes en México, advierte que con la manera en la que se está implementando se corre el riesgo de colocar a esa población "en un escenario de mayor vulnerabilida ante la presencia del crimen organizado, el deterioro económico y la deserción escolar que se ha agudizdo con la pandemia". 

Desde el año pasado, el gobierno de Sinaloa ha puesto retenes en las carreteras a la espera de las caravanas de familias jornaleras migrantes. “Bajan a las niñas, niños o adolescentes que vean de las camionetas en las que viajan”, narra Margarita Nemecio.

O llegan a los campos, en operativos con varios funcionarios a bordo de autos para no permitir que haya niñas y niños ahí. “Dicen que velan por el interés superior de la niñez, pero llegan a abruptamente bajarlos de las camionetas. Son casi siempre las mamás o las hermanas mayores las que se tienen que regresar con los más pequeños. Con eso no sólo golpean la economía familiar, el impacto psicoemocional es muy fuerte. Si esa es la estrategia, está equivocada”, reprocha.

“A mí no me han tocado los inspectores, los he visto de lejitos”, dice Verónica Hernández. “Cuando están, no vamos a trabajar. Me dan miedo porque dicen que quitan los carros y se llevan a los niños”. A veces son los empleadores quienes saben cuándo llegará el operativo y le avisan a las familias.

Las grandes empresas, casi siempre trasnacionales, son las más vigiladas, así que quienes trabajan para ellas cuentan con alguna estancia básica para niñas y niños. Esto evita no sólo el trabajo infantil, sino muchos accidentes a los que estarían expuestos en el campo. Pero esas granjas son las menos, la mayoría son empresas informales, y esas quedan fuera de la inspección, según Margarita Nemecio.

En algunas poblaciones, como en Isla del Bosque, en el municipio de Escuinapa, Sinaloa, existe una guardería municipal. Pero el ayuntamiento no cuenta con los recursos suficientes para darle mantenimiento y atender a cientos de familias que se quedan ahí por periodos de hasta seis meses. “Ese lugar ya no es habitable”.

El año pasado, por la pandemia, las autoridades cerraron la estancia. Pero no previeron una solución “para que las familias que van a los campos agrícolas no pusieran en riesgo a sus hijos e hijas”.

Y el riesgo no tardó en llegar. “Al día siguiente una familia de Chilapa, Guerrero, se tuvo que llevar a su hijo de 8 años. El niño se subió a una camioneta que recolectaba chile y, en un acto descuidado del caporal, arrancó y el niño cayó”. Lo llevaron a un hospital, pero pocos días después falleció por un traumatismo craneoencefálico. “De eso ya hace un año y no hay justicia ni reparación del daño para su familia”.

Flor González lidera un grupo de especialistas que trabaja en una iniciativa para reformar la LFT en esta materia. Las multas que prevé esa ley para quienes contraten a niñas y niños, o los aranceles que se les puede imponer por el T-MEC no garantizan ni sus derechos ni la reparación del daño y mucho menos la no repetición, explica en entrevista.

Una las propuestas es que la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS), así como las dependencias locales, fortalezcan la inspección y se coordinen con las procuradurías de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes.

Al combinar la vigilancia y la procuración de justicia se analizarían los casos con una perspectiva de derechos humanos, de la infancia y de género. De esa manera se podría evitar criminalizar a las familias, reparar el daño que se ha hecho a esas niñas o niños y garantizar la no repetición, apunta Flor González.

Migrantes permanentes

“Llegué hasta California. Allá sí está bueno, pero si tienes la suerte para que te pasen. Allá pagan más”, cuenta don Feliciano Hernández. Empezó a trabajar a los 12 años, cuando “ya estaba grandecito”.

Su primer éxodo como niño jornalero migrante fue al estado de Morelos. La ruta que siguió casi siempre fue por los estados del Pacífico y la región centro-norte “hasta llegar al mero norte y luego, vuelta pa’tras”.

“También fui a Michoacán”, dice su nieta, queriendo contar otra aventura. Fue un viaje de trabajo, igual que el que ha hecho desde hace cuatro a Sinaloa.

− ¿Qué lugar te gustaría conocer?

−¡Zacatecas!

−¿Por qué Zacatecas?

−Porque dicen que ahí hay mucho trabajo.

−No, pero un lugar para que vayas a pasear, a jugar, no a trabajar.

−Ah. No sé.

Tarda un poco, pero se le ocurre que Acapulco. Nunca ha ido, pero ha escuchado que el mar se ve muy bonito. “Ahí se puede jugar. Jugar en tlapaneco se dice ‘na tsiin’”.

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