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Opinión

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La muerte y su democracia

Más allá del más allá, en ese lugar donde nadie sabe si los muertos comen calabaza en tacha, donde no hay mariachis ni tequila, reposan para siempre nuestros muertos. Los propios y los ajenos. Todos. Hasta los que en vida no tuvieron ni un segundo de descanso. Santos y civiles, pecadores e inocentes, héroes y villanos. Algunos, aliviados, tal y como habían querido morir. Otros, dicen algunos, todavía agobiados de pendientes.

Los que nos quedamos de este lado, hace rato apartamos fecha para combatir el silencio de los muertos y el ruido de nuestra pena. Cocinamos, compramos flores, prendemos velas y armamos una fiesta. A falta de mejor vida, sacamos calacas de colores para que se asomen entre los retratos, cantamos a la memoria y echamos humo de copal para nublar cómo nos perdemos en recordaciones.

Tal celebración no es nueva ni moderna. Puede ser rastreada hasta la época prehispánica; cuando los pueblos originaros midieron la trayectoria de las órbitas celestes, descubrieron los secretos del tiempo y escucharon lo que sus propios dioses contaban de los vivos y los muertos. Combinada con una larga tradición de la Iglesia católica, al correr del tiempo, la festividad de los Muertos incluyó el camino hacia el Mictlán junto con las oraciones para las almas de los fieles difuntos suspendidas en el Purgatorio. Producto del sincretismo, construida sobre la más rancia tradición nacional y salpicada después con elementos anglosajones y ajenos, adquirió su propia mecánica sin abandonar sus únicas costumbres. En esas estamos hoy, entre Catrinas y calabazas. Con el suficiente tiempo para decidir si altares, ofrendas, lutos o disfraces.

Declarada Patrimonio cultural inmaterial de la humanidad por la UNESCO en 2008, la Fiesta del Día de Muertos en México, se sigue llevando a cabo los días 1 y 2 de noviembre, coincidiendo con las efemérides eclesiásticas del de los Fieles Difuntos y la de Todos los Santos. Con conocimiento de causa y sin él todavía seguimos celebrando y haciéndonos preguntas.

Fernando Benítez, lo explicó todo muy bien y, al respecto, escribió:

“Desde los salvajes hasta los más civilizados, todos los pueblos han dividido sus ceremonias públicas en dos categorías: los regocijos y las pompas fúnebres. Así ha sido desde la más remota antigüedad porque esas son las dos fases de la vida humana: se goza y se padece alternativamente; se ríe y se llora, se nace y se muere. Por estos dos caminos hemos llegado a dividirnos los humanos en muertos y dolientes, y a habitar en dos ciudades: en las ciudades silenciosas que se llaman cementerios o en las ciudades alegres donde lloran y ríen los que sobreviven. Apenas hay horas más negras en nuestra vida que aquellas en que hemos llorado a un ser querido y apenas una idea más pavorosa que la de nuestro fin irremediable. Ante el gran misterio de la muerte se anonada la razón humana. Estaba reservado a México el convertir la pompa fúnebre en regocijo. “

Ya sabemos que los caminos de la muerte no tienen vía de retorno. Nos consuela pensar que, si los difuntos han ingresado correctamente en el más allá, quedará preservado el mundo de los vivos. Aunque a veces nos llene de irresponsable emoción imaginar que muchas de las cosas que suceden provienen directamente del reino de los muertos. Más no debemos confundirnos. Para acotar lo inexplicable, pasar de soslayo ante la terrible muerte y aliviar nuestra radical incapacidad de comprenderla, queda el recurso de leer los muchos análisis forjados por la ciencia, conocer las inciertas certidumbres de la filosofía, repasar las lecciones de la Historia o poner atención en la Literatura y atender lo que de la Muerte dan dicho sus autores. José Gorostiza, por ejemplo, la trata de prostituta. Pablo Neruda de dama respetable, Es el final de todo, afirma Goethe, el menor de todos los males, dijo Stendhal.

“No hay muerte natural, escribió Simone de Beauvoir, nada de lo que sucede al hombre es natural puesto que su sola presencia pone en cuestión al mundo. La muerte es un accidente, y aun si los hombres la conocen y la aceptan, es de una violencia indebida.”

Confucio entra al quite y nos pregunta: Si no conoces todavía la vida ¿cómo puede ser posible conocer la muerte?, Pero ni su proverbial -y oriental- sabiduría logra calmarnos. Porque no hay límite ni contorno, ni hay figura exacta que la represente. Por más que llevemos siglos creyéndola una mujer horrible y descarnada que carga una guadaña inmensa y afilada; o como una suerte de gélida diosa blanca que nos enterrará, hasta matarnos, en un sepulcro de hielo.

Es infinita, intangible y oscura. Con un secreto que reside en la paradoja de que no existe ni en sí misma, es ausencia de vida, y tal vez por ello no hay cosa más viva en nuestras mentes… más baste ya de rigores y enredos, lector querido. La mejor disertación la hizo José Guadalupe Posada cuando alivianadamente dijo:

“La muerte, es democrática. A fin de cuentas, güera, morena, rica o pobre, todos acabaremos siendo calavera”.

Foto EE: Cecilia Kühne

Foto EE: Cecilia Kühne

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